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Españoles en El Aaiún: Prohibido hablar de religión y política
Los españoles que viven en El Aaiún, la capital del Sáhara Occidental, tienen que pasar inadvertidos y no decantarse sobre el conflicto para no ser expulsados
Hay que medir las palabras, que nunca sabes quién está escuchando, recuerda Sara. Un día, cuando paseaba por El Aaiún se acercó a tres españolas que habían llegado para hacer turismo. Le apetecía estar con alguien de su tierra. En cuanto se puso a hablar con ellas, apareció un coche y un hombre se asomó por su ventana, sin ningún tipo de disimulo: así era más fácil oír la conversación. Ésa es la vida de un español en El Aaiún, la ciudad que se ha convertido en un infierno esta semana. Sara vivió en la capital del Sáhara Occidental durante varios años, antes de ser expulsada por cristiana. «Y ahora veo las imágenes por televisión y me da mucha pena ver lo que sucede. Hay barrios en los que yo viví y que están siendo destrozados». Cuando llegó a El Aaiún no tardó en aprender la regla fundamental para aguantar algún tiempo en aquella tierra: «No hablar de política, tampoco de religión». Ella dice que lo cumplió y, aún así, la expulsaron.
No son muchos los españoles que viven permanentemente en el Sáhara. Mujeres casadas con musulmanes, dos sacerdotes de la orden María Inmaculada de los Oblatos y algunos empresarios. Desde que Calvo cerró sus instalaciones bajó mucho la presencia española. Tampoco es un lugar donde la vida sea fácil. Habitualmente no es peligroso, porque, en cuanto llegas, la Policía marroquí deja ver su presencia. Eres extranjero: estás protegido, que también es un eufemismo de vigilado.
«No quiero hablar», explica uno de los dos sacerdotes que viven allí. Pese que no va a expresar ninguna opinión política y se le pide sólo una descripción de la ciudad, prefiere no salir en los medios. Teme que cualquier palabra sea malinterpretada y que le enseñen el camino de la frontera, pues no son tiempos para los matices. Los extranjeros de El Aaiún siempre sienten un ojo encima de ellos y que ese pitido que suena al descolgar el teléfono fijo no es inocente, que no ocurre con otros teléfonos.
«¿De qué lado estás?»
Sara cuenta que en la calle te sientes protegido: la cercanía de la Policía echa para atrás cualquier intento de atraco, violencia o lo que sea. Eso da seguridad física, pero también algo de miedo. Los que te protegen son los que te vigilan cuando un amigo de un amigo se te acerca en una fiesta y, de repente, te pregunta por tu posición respecto al Sáhara. «¿De qué lado estás?».
De la respuesta depende que puedas seguir en la ciudad. Hay que hacer como que no se toma partido y que se vive ajeno a lo que sucede o de acuerdo con lo que sucede. Y en los momentos complicados, estar callado. Porque si cuentas lo que pasa en esa ciudad, ya te estás decantando.
Sara no se dejó engañar por la dos avenidas de la capital, que la hacen parecer un lugar próspero y con futuro. Sólo hay que tomar una transversal y descubrir la verdadera cara de una ciudad que no parece haber cambiado con el paso de los años. El suelo lleno de arena y con la basura que la gente tira a la calle sin ningún cuidado. Se dan las paradojas de casas medio construidas en calles sin asfaltar donde lucen antenas parabólicas o teléfonos móviles de última generación. Ver la tele y hablar por teléfono es de lo poco que se puede hacer. Es la manera de estar al tanto de lo que se dice de ellos en el mundo y también el único modo de ver los partidos de la «Champions».
Allí no hay cines ni zona de ocio, ni siquiera parques infantiles públicos. Hay cafeterías y restaurantes, aunque la mayoría de cafés son «de hombres» y no van las mujeres. «Sería escandaloso para la cultura de ellos –cuenta Sara–. Yo, en mi tiempo libre, iba a visitar a mis amigas a sus casas, o a algún café "permitido a mujeres"a tomar algo con amigos, pasear por la ciudad... y la actividad favorita de los saharauis, que es salir al desierto, montar la jaima y pasar allí el día mientras hacen el té y preparan pinchitos a la brasa». Lo reconoce Brahim, portavoz de los saharauis: «Vamos al desierto los fines de semana, para que los niños vean cuál su tierra, sus raíces, para que sepan de dónde son, ¿entiendes», explica en un perfecto español.
Español o francés
En El Aaiún conviven saharauis y marroquíes. Sara tenía un microcosmos de la ciudad en su clase de español. Ahí se apuntaban más saharauis que marroquíes porque a los primeros les interesa el español y, a los segundos, más el francés. Si alguno de estos presumía de su condición, los saharauis le miraban con tirantez. «Pero la relación entre ellos es, o era, buena. Los saharauis los ven como sus vecinos, como sus compañeros, culpan más a la alta política», sigue Sara. «Ahora nosotros –vuelve a confirmar Brahim– no hemos atacado ningún establecimiento de un civil marroquí. Siempre atacamos establecimientos gubernamentales».
Los saharauis juegan al fútbol y al voleibol con los marroquíes. Son sus vecinos, los compañeros del colegio de sus hijos. Sólo que para los saharauis es más complicado encontrar trabajo en una ciudad donde se da la espalda al progreso. Cuando Sara aterrizó, lo que más le sorprendió fue el modo de limpiar las alfombras. Le echaban agua y luego pasaban el cepillo. Han llegado los móviles, pero no han aceptado las aspiradoras. Hay mujeres saharauis casadas con marroquíes. Comparten las mismas costumbres, tienen la misma religión. Estudian, oran y compran en los mismos lugares, pero sin trabajo, sin poder ganar dinero. Los saharauis se quedan en casa, esperando, o comienzan protestas para pedir cambios sociales. Necesitan dinero para pagar el alquiler, la luz, ir al médico. El dentista puede costarles 200 euros. No hay quien se saque una muela por ese precio.
«Te estaba espiando»
Un extranjero siempre será un extranjero, que llega con otra cultura y con otra religión. En política, el de fuera debe parecer un ignorante y la religión la tiene que practicar en silencio. Los dos sacerdotes cristianos llevan a cabo una labor social y las misas católicas son para extranjeros. En la iglesia se juntan protestantes, evangelistas o católicos, todos extranjeros y los días buenos, los días de pascua, a lo mejor, llegan a 20 personas. Algún sábado Sara escuchó la misa sola frente a los sacerdotes.
Los españoles que viven en El Aaiún apenas pueden ser poco más que unos espectadores privilegiados de una situación que para los saharauis es desesperada. Tienen que habituarse al lugar donde pasan los días: saben que no pueden vestir prendas cortas, para no enseñar piernas o brazos y que van a tener que soportar esa terrible semana en la que la arena se instala en el cielo, no deja correr el aire y el calor se convierte en tan aplastante que crees que no puedes ni caminar.
Eso no es lo grave. Peor es lo que le ocurrió a Sara, cuando un alumno estuvo un tiempo sin ir a clase sin que ella supiese el por qué. Se preocupó: no era normal y preguntó a otro compañero si el que faltaba estaba enfermo. «No –le contestó–. Era de la Policía y te estaba espiando». Pese a todo, Sara intentó mantenerse dentro de los límites y respetar las regla: no hablar de política, tampoco de religión, ella, que es evangelista. Cree que no cometió ningún error, que se había adaptado y hacía sus rutinas: sus clases de español y sus escapadas al desierto. Hasta que un día la echaron por hacer proselitismo. Aún no se lo explica.
Al ver esta semana las imágenes por televisión de lo que fue su casa, con la pena de ver cómo arde lo que era tuyo, descubre que siempre fue extranjera en El Aaiún: estaba vigilada y con miedo a equivocarse pero, al menos, y no como los saharauis, tenía un lugar al que volver.
Casi todas las familias rotas
Bhahim cuenta que para los saharauis es muy complicado llevar una vida normal en El Aaiún. Porque las familias no son normales. Casi todas ellas están rotas, los hijos han emigrado o están en el Frente Polisario. «Tú puedes ser un licenciado en ingeniería, que aquí no encuentras trabajo, no hay nada para nosotros», cuenta Brahim. Los hijos entonces se van a España o a otro país donde puedan tener un futuro algo más agradable que el que tienen en el Sáhara. «La vida es muy complicada aquí y esto lo hace más difícil», continúa Brahim, que lo único que pretende es que su voz sea escuchada y que alguien les dé una solución, si ya no es demasiado tarde.
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