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La Razón
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M i memoria habita en aquellos jovencísimos futbolistas que trabajan en el colegio, el campo de tierra, la hierba o la playa; en todos aquellos directivos que fomentan la base del fútbol, ilustres desconocidos que organizan veinticinco mil partidos por semana; memoria para los que siguen llevando las porterías al hombro, pagando autobuses y bocadillos a mitad de camino a una pandilla de chavalitos que recorren kilómetros de fútbol. Mis líneas hablan a los árbitros que, con pocos años, dedican una parte de su adolescencia a formarse para impartir justicia, ignorantes de que al llegar a Primera o Segunda un desalmado podrá lanzarles una botella. Escribo para los educadores, los profesores, los monitores, los directores de las escuelas de fútbol y pongo mi periodismo al servicio de los que cuidan los campos y marcan las rayas, hinchan balones, abrillantan botas y doblan uniformes, para aquellos que huyen del dopaje y compiten con honestidad; para los padres y madres que madrugan los días libres o preparan la merienda de sus hijos para después del entrenamiento. Dedico mi palabra a las gentes de bien, que ayudan a otros en el camino iniciático y trabajan en beneficio de la comunidad sin hacerse notar, sin salir en la foto. Deslizo el folio vacío sobre mi corazón para admirar lo mejor de todos los que nunca recibieron un aplauso, a los míos, los más importantes, aunque nunca hablen en millones de euros. Como escribió Coelho, el alma del mundo se alimenta con la felicidad de las personas. El lujo del romanticismo sublime.