Ministerio de Justicia
Es posible pactar por Antonio García-Pablos de Molina
Los sistemas de Justicia «negociada» permiten poner fin a un caso penal sin necesidad de juicio, en virtud de un pacto entre acusación y defensa con concesiones y ventajas recíprocas. La previa declaración de culpabilidad del acusado y la consiguiente reducción de la pena vincularán al juez en su sentencia. Este modelo, por el que en EE UU se resuelven más del 90 % de los procedimientos criminales, reserva el lento y costoso enjuiciamiento convencional para los asuntos restantes en los que existe verdadera controversia, liberando así recursos humanos y económicos ingentes. Se trata, por tanto, de un sistema pragmático que busca la «eficiencia administrativa» y la rápida solución del caso, subordinando el interés público (pena justa y merecida) a los intereses particulares de la acusación y la defensa. Pero es precisamente la estructura contractual, negocial, de este modelo de Justicia criminal, asociado a una cultura del pacto ajena a nuestra tradición jurídica, su más grave talón de Aquiles porque cuestiona la naturaleza pública del derecho del Estado a castigar y el carácter coactivo de las normas que regulan su ejercicio asegurando las garantías del ciudadano.
Con razón se ha dicho que el modelo de «Justicia negociada» constituye una perversión del «sistema acusatorio» continental, porque sobredimensiona la fase preparatoria de la «instrucción» en perjuicio del «juicio oral»; y, sobre todo, porque el único fundamento de la sentencia es el interés o conveniencia de las partes y no la convicción del Tribunal sobre las pruebas practicadas en el juicio oral.
Por otra parte, el sistema de «Justicia negociada» conduce inevitablemente a una ilógica disparidad en el tratamiento penológico de delincuentes con idéntica responsabilidad implicados en el mismo delito; y, desde luego, entre quienes se someten a la «confesión de culpabilidad» y quienes acceden al proceso. En los sistema de Justicia negociada se sacrifican garantías y derechos constitucionales en aras del interés de las partes del proceso, fundamentalmente el derecho a un juicio justo.
Es más, el propio proceso se transforma –y así lo percibe el ciudadano– en un verdadero mercadeo; el pacto, en un intercambio perverso; la acusación, en un mero instrumento de presión que alimenta autoinculpaciones falsas, testimonios calumniosos por conveniencia, obstruccionismos o prevaricaciones en detrimento de los principios de igualdad y seguridad. Sin olvidar algo que demuestra la experiencia a propósito de los delincuentes de cuello blanco y las finanzas: que no pacta quien «quiere» sino quien «puede», y éste sabe bien beneficiarse del pacto.
Por último, y desde un punto de vista «psicosocial» nada desdeñable, los acuerdos entre las partes previos y al margen del juicio oral, transmiten un mensaje regresivo y perturbador de la propia función penal, definiendo el crimen como conflicto privado, doméstico, cuya solución incumbe a los protagonistas del mismo; y la Justicia criminal, como pacto o negocio, también privado, que se rige por criterios de poder (no de Justicia), y de oportunidad, de capacidad negociadora.
El Derecho español, fiel al modelo continental de Justicia criminal que prima el principio de legalidad sobre el de oportunidad, ha reconocido, no obstante, las ventajas del sistema de Justicia negociada, y, en concreto, de ciertos mecanismos transaccionales de aceleración del proceso, consagrando la llamada «sentencia por conformidad». También lo han hecho el legislador alemán, el italiano, el portugués y otros. Ahora bien, el español ha procurado delimitar los presupuestos de la «conformidad» con mejor técnica y razonables cautelas para garantizar el efectivo control judicial de la misma, en aras de la legalidad, la seguridad jurídica y la igualdad.
Algunos analistas probablemente estimen que la «conformidad» ofrecería una salida rápida y de bajo coste al muy grave «caso Urdangarín» y otros. Zanjaría la investigación del instructor, evitando que pudiese salpicar a terceros no imputados. Y, sobre todo, evitaría la celebración de un bochornoso juicio público, a cambio de una sentida declaración previa de culpabilidad de los imputados.
Yo creo, sin embargo, que dada la precisa regulación de la «conformidad» en nuestro Derecho, y las características sui generis del «caso Urdangarín», el margen de maniobra del hipotético pacto es muy angosto. Las partes (acusación y defensa) no tienen manos libres para negociar porque dicho pacto es un negocio «reglado», exhaustivamente regulado en la Ley. Cabe el acuerdo, pero su consecución no será un camino de rosas.
No descarto que instituciones como la prescripción del delito o razones meramente probatorias frustren en su momento las desorbitadas expectativas sociales que el «caso Urdangarín» ha despertado en la opinión pública. Para que dicho desencanto no salpique a terceras personas hoy no imputadas y cause males institucionales mayores, me parecería oportuno que la propia esposa del imputado Sr. Urdangarín se prestara a declarar por iniciativa propia. De este modo, se borraría toda sombra de duda o sospecha de trato privilegiado. Y quedaría al margen de maniobras interesadas de terceros que intentarán convertirla en moneda de cambio y objeto de la propia negociación. Estoy seguro, además, de que sería absolutamente convincente.
Antonio García-Pablos de Molina
Catedrático de Derecho Penal de la Universidad Complutense de Madrid
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