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Después de la batalla por Joaquín Marco

La política se ha convertido en un engranaje rocambolesco que tiene mucho de folletín, novela victoriana y policiaca negra

La Razón
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Pese a la pacífica sensatez democrática, el lenguaje electoral está teñido de léxico militar. Se alude a la campaña o contienda electoral, a vencedores y vencidos, a derrotas y hasta catástrofes. Por lo general, después de celebradas, los ganadores gozaban de un tiempo de descanso –algo así como el reposo del guerrero– mientras sus adversarios contaban cadáveres y se lamían las heridas analizando las fracasadas tácticas. Pero las consecuencias de estas últimas pruebas de esfuerzo (un término médico coronario) han resultado sorprendentes. Parece ser que las presiones que Mariano Rajoy ha recibido desde el exterior y, tal vez también desde el interior, le obligarían a acelerar aquellas medidas de ajuste que silenció durante la campaña, aunque se intuyeran. Vimos las fotografías del presidente de todos los poderes populares sentado a la mesa de su despacho, ya al día siguiente, con un montón de dosieres, además de responder con cortesía a las felicitaciones de los dirigentes animándole a iniciar ya las prometidas y dicen que dolorosas reformas estructurales. No ha sido el único. Mas, tras finalizar la campaña Duran i Lleida, ha tardado tan sólo veinticuatro horas en proclamar recortes e incrementos que van desde los billetes del transporte y gasolina a las tasas universitarias, más sacrificios a los funcionarios públicos y hasta un proyecto de prepago sanitario. Y seguirá. También el Banco de España esperó a socorrer al de Valencia en otro anunciado desastre económico. Todo ello se precipita a una velocidad vertiginosa, mientras baja la Bolsa y aumenta la prima de riesgo, cuando la ciudadanía confiaba en lo contrario, algo de paz.

No sólo habló el pueblo español en coro, sino que los mercados se manifiestan en silencio o a la contra. No acaba de despegar la economía estadounidense por la intemperancia de los republicanos y el caos de la eurozona resulta preocupante, como la difícil situación de la otra ribera mediterránea, teñida de sangre, en Egipto, en Siria. La tarea de Rajoy será titánica, porque nadie sabe bien cómo resolver una crisis que va más allá de la economía y pone en cuestión el mal llamado estado del bienestar. Se augura que casi todo el mundo occidental cambiará al salir de la crisis. Pero nadie logra definir las nuevas sociedades occidentales del siglo XXI. Por vez primera, desde el final de la II Guerra Mundial, las diferencias sociales se incrementan en Europa. Durante la segunda mitad del pasado siglo se compró la paz social con un medio pasar. Pero se está hundiendo poco a poco aquella clase media satisfecha, entre nosotros, con vivienda propia, apartamento en la playa, coche modesto y servicios básicos casi gratuitos. Incluso quienes ostentan cargos responsables en el PP, tras las elecciones, ya no dudan en admitir que habrá que aumentar impuestos, que será necesario el copago sanitario, que habrá menos funcionarios (y los maestros y los médicos lo son), que nos apretaremos el cinturón casi hasta el desfallecimiento. Se intuía, porque Alemania se muestra inflexible y estima que pese a ser más pobres, seguiremos comprando productos «made in Germany». Tampoco piensan darle tregua a Rajoy, mientras los socialistas, perdidos en sus enredos sucesorios, sestearán hasta febrero para calibrar tan amplia derrota. La política se ha convertido en un engranaje rocambolesco que tiene mucho de folletín, novela victoriana y policiaca negra; aquella que ahora, exótica, se vende mejor.

No es tiempo de ideólogos y de seres entregados al bien común. Parece jugarse en otro campo. Y los «indignados», ya se ha visto, siguen indignados y no creen en esta democracia que tanto sufrimiento costó lograr a unos pocos para beneficio de tantos. Los tiempos discurren de otro modo. Y me temo que Rajoy y Mas lo entendieron, pero el bueno de Rodríguez Zapatero, secretario general de su partido, no se enteró. Los socialistas, si logran recuperarse deben regresar a la calle, a las asociaciones de vecinos, a lo que se calificó de base, en lugar de elucubrar en sus sanedrines. Y pese a la victoria arrolladora, hará bien el PP en no fiarse de sus amigos europeos, perdidos, como los belgas desgobernados, en su propio laberinto. EE.UU. siempre ha mirado con recelo al euro, porque partió una tarta que consideraba propia. Sus primos ingleses, tan próximos, no abandonaron la libra. Tampoco les va bien, porque, como antes apuntaba, la crisis supera lo previsto y afecta a tirios y troyanos. Tal vez no a los suizos o a los luxemburgueses o a los noruegos. Pero hasta las potencias emergentes comienzan a sentir los efluvios de la debacle. Sin un respiro, a recortar ya, proclama la Sra. Merkel. Nos asomamos a lo desconocido.