Estreno teatral
Don Carlos Mendo
T. S. Eliot decía que abril es el mes más cruel, que hace brotar lilas del interior de la tierra muerta, y todo eso. El poeta se equivocaba. El mes más cruel es agosto. Yo le temo al mes de agosto. En agosto se suceden los desastres, es el mes de los incendios, de las catástrofes climatológicas –de los ciclones mortales, de los monzones violentos–, del aumento de los accidentes de tráfico… La naturaleza brama y se rebela en agosto como una fiera largo tiempo enjaulada que ya no aguanta más. También es la época en la que se amontonan sobre las estadísticas los naufragios domésticos: peleas, separaciones, divorcios… «Agostar» tiene varios significados ásperos y trágicos: calor excesivo, secar y abrasar, consumir, destruir… Agosto es el mes de la muerte. Muchos de nuestros seres queridos se han ido para siempre durante un mes de agosto, como si agosto los venciera y triunfara sobre sus fuerzas, agostándolos, allí donde julio no pudo ganar. Todos los meses de agosto, una antigua angustia me susurra al oído que hay que estar preparados para esperar la noticia de alguna muerte de esas que impresionan, que duelen de verdad. La de Carlos Mendo me sorprendió lejos, en otro continente. Sabía que estaba muy enfermo, pero al pensar en él espantaba la idea de la muerte con un gesto de la mano, como quien se sacude un pensamiento que molesta e irrita igual que una mosca de verano. Además de la aflicción, de la pena que me produjo enterarme de su fallecimiento, la noticia me causó esa clase de enojo que sólo la muerte es capaz de despertar en el corazón de los que seguimos vivos: ¿por qué Carlos Mendo, por qué él…? Conocí personalmente a Carlos Mendo hace pocos años, no puedo presumir de ser amiga suya, aunque me habría gustado porque, además de sus méritos periodísticos, por todos de sobra conocidos, Carlos era un ser humano extraordinario de esos cuya compañía resulta de un valor incalculable, una joya rara y preciosa en unos tiempos en los que abundan la mediocridad y la zafiedad. En las lamentablemente escasas ocasiones que tuve de disfrutar de su compañía, pensé que Carlos Mendo representaba lo mejor de España, que él era el auténtico español moderno y avanzado del que tan necesitados estamos. Carlos permanecía a años luz de ese caduco prototipo del español autoritario, don nadie, cabreado, que de todo sabe y sobre todo alecciona, incluso a los que saben más que él. Poseía un sentido del humor refinado, anglosajón, que lo hacía encantador en el trato. Era un hombre culto, políglota, voraz lector de la prensa internacional, un conservador a lo «british» tan alejado del tópico de la «derechona cavernaria» española que la «nomenklatura» de la izquierda dominante se lo «perdonaba» como si lo suyo fuese un pecadillo venial. De haber sido inglés lo habrían nombrado «sir» hace tiempo. En España, siguiendo la costumbre, dejaremos pasar cien años para estar seguros de su valía. (Te echaré de menos. Hasta siempre, Carlos).
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