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Furia de seda (III)

La Razón
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No podría hablar de la elegancia sin recordar la calma con la que me regañaba mi padre cada vez que suspendía alguna asignatura. Lo hacía siempre a la hora del almuerzo y nadie probaba bocado mientras durase el memorable y calmoso reproche. Mi padre sacaba lo mejor de sí mismo en los peores momentos, cuando nadie sabía qué decir. No era que me enorgulleciese de mi pereza, ni que disfrutase con mis malas notas, pero he de reconocer que gracias a mi mal expediente académico descubrí el valor de aquellos enfados de mi padre llenos de riqueza literaria y de magia narrativa. Mi madre me miraba de reojo, admirada de aquella mezcla de arrepentimiento, rubor y felicidad en mi rostro. Desde luego no me importa reconocer que aquellos suspensos me fueron de gran provecho y creo que mis mejores cualidades como hombre son la consecuencia de haber escuchado casi en éxtasis los elegantes y expresivos reproches de mi padre. ¡Que hermosos disgustos compartí con mi padre! Aunque no puedo presumir de haber sido un gran estudiante, sinceramente lamento no haber tenido más suspensos, aunque sólo fuese por la suerte de disfrutar de aquellos reproches que a veces se prolongaban hasta que sin remedio se enfriaba el almuerzo. Al final yo me quedaba con ganas de más y me tentaba pedirle a mi padre que continuase con la reprimenda o que hiciese un bis de sus mejores frases. A mi madre le brillaban los ojos con la emoción y no le importaba levantarse a calentar de nuevo la comida. ¡Resultaba tan agradable el dolor! ¡Era tan amena la desgracia!... Al final mi padre entornaba los ojos, carraspeaba, echaba las manos a los cubiertos y era como si nada grave hubiese ocurrido. Mi padre siempre dejaba comida en el plato porque era un tipo elegante y sabía que el apetito podía ser algo reprobable. A veces me miraba y sus ojos anestesiaban los míos. Tenía unas manos largas y delicadas por las que corría la caligrafía del periodismo hasta mezclarse hilvanada en las espinas del pescado. Jamás daba un paso más largo que el otro, ni se apuraba siquiera para ir al baño. Yo me quedaba embobado mirando cómo se afeitaba y cuando él salía del baño, yo seguía su estela oliendo por el pasillo el aroma «after shave» de su minucioso y lento afeitado en el que hacía pompas la luz. Nunca supe muy bien si a aquel hombre tan elegante tendría que pedirle un abrazo o un autógrafo. Murió hace casi veinte años, al final de una enfermedad lenta y demoledora que no arrancó de sus labios un solo reproche. Mi padre era un tipo elegante que sabía que, por muy dolorosa que fuese, ni la desgracia era de la familia, ni la muerte era una asignatura. Yo apenas visito su tumba. No soy un mal hijo, sólo que no soporto que mi padre no pueda levantarse al baño y afeitarse.