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Toda la culpa es del paro

En La Roda, Albacete, algunos achacan el comportamiento de Santiago S.L., acusado de secuestro y agresión sexual, a la situación de ruina tras el fracaso del negocio estrella de la zona: las puertas 

Toda la culpa es del paro
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Todos estamos fatal por la crisis, pero no vamos por ahí violando gente». Esta frase la pronunció un vecino de La Roda (Albacete) el pasado miércoles.

El hombre trabaja en el Polígono El Salvador, a las afueras del municipio, donde también regentaba su negocio de cerrajería y puertas Santiago S.L., de 36 años, hasta que tuvo que cerrarlo por la crisis en 2010. Desde entonces, estuvo «buscándose la vida» entre Madrid y Albacete, como explican sus compañeros, hasta que el pasado 28 de diciembre, para sorpresa de todos, fue detenido en el bar La Fonda, en el centro del pueblo.

«El Pelao», como le llaman a él y a todos los miembros de su familia, lleva diez días en la prisión de Albacete, a la espera de juicio. Está acusado de varios delitos: robo, secuestro, tenencia ilícita de armas y agresión sexual.

La conversación se lleva a cabo en el bar La Báscula, donde el detenido iba cada día a desayunar durante los seis años que tuvo el taller, a apenas unos metros del local. A todos le parecía que Santiago era «educado, tranquilo, calladito».

La vida se torció
Pero hace ya un año y medio se le torció su modo de vida. Los proveedores no le pagaban. Las casas no se construían. Las puertas, motor económico de la zona manchega, pasaron a la historia.

Y Santiago se quedó sin trabajo. Muchos de sus amigos, sobre todo los que han experimentado la misma «mala suerte» de perder los empleos, achacan a la crisis económica el hecho de que este vecino ejemplar acabara delinquiendo. Incluso alguno justifica los hurtos y robos.

Pero Santiago no solo se llevó dinero ajeno sino que presuntamente encañonó a dos mujeres (encerrándolas en el maletero de sus vehículos) en las zonas de Chamartín y Barajas de Madrid, sacó dinero de los cajeros con sus tarjetas, agredió sexualmente a una de ellas y a otra la mantuvo encerrada varias horas. También la Policía encontró en su vivienda armas de todo tipo, entre ellas trabucos y una escopeta.

No en vano, según la defensa, el atestado policial suma 900 folios. Aun así, Paqui Tebar, de 43 años, camarera en La Báscula, no lo quiere creer. «Era trabajador, sencillo, familiar, responsable... No era un hombre de bares ni de vicios», cuenta muy sorprendida. «Tenía sus dificultades, claro; sufrió suspensiones de pago por parte de otras empresas... Lo estaría pasando mal, eso se entiende, pero sigo sin creerme que violara a nadie», zanja el tema.

En otra zona del municipio, cerca de La Fonda, donde se le detuvo, otro vecino se muestra comprensivo en parte: «Se puede entender que se deprimiera, ¡así estamos todos!, pero pudo darse golpes contra la pared en vez de hacer daño a nadie». Y las preguntas que surgen son: ¿hasta qué punto afecta la crisis al índice de criminalidad de una sociedad? ¿Es cierto que se producen más delitos cuando la situación económica es negativa? ¿Hay justificación posible?

El profesor de Derecho Penal y Criminología de la Universidad Pompeu Fabra, Íñigo Ortiz de Urbina Gimeno, responde a estas cuestiones. «Es evidente que una situación de crisis puede llevar a un incremento de delitos contra la propiedad», declara el profesor: «El ordenamiento jurídico reconoce la importancia de la propia subsistencia, y en nuestro derecho se ha discutido, por ejemplo, el hurto famélico, es decir, el hurto (apropiación sin violencia ni intimidación) cuyo significado es robar por necesidad, para comer. Se ha entendido que en estos casos se lleva a cabo una acción que en otros supuestos sería delito, pero en éste en concreto no lo es porque mediante ella se consigue un bien mayor: no morirse de hambre», detalla. «Sin embargo, esta posibilidad de actuación está excluida cuando el ordenamiento ya prevé una solución legal, y desde luego, cuando se trata de delitos más graves», explica.

Delitos situacionales
«En otros delitos como el secuestro o la agresión sexual sería naturalmente inadecuado relacionar este comportamiento con la crisis», agrega el experto en criminología. «Aunque sí es cierto que existen los delitos que se pueden llamar situacionales o de oportunidad, es decir, delitos que uno no ha pensado ni planificado cometer, pero acaba cometiendo. Un ejemplo simple es el de alguien que no ha pensado robar una moto pero sale de una discoteca, encuentra una en la puerta, solitaria, sin candado... y se la lleva». Sin embargo, este caso no es extrapolable al de Santiago.

Ortiz de Urbina afirma que la situación personal derivada de la crisis puede afectar a delitos distintos a los patrimoniales, claro, pero no hay pruebas, tan sólo conjeturas: «Quizás si le hubiera ido bien en su trabajo no habría pasado esto. Pero no lo sabemos: ni yo ni nadie».
Las estadísticas tampoco arrojan demasiada luz. Habría que estudiar todas y cada una de las causas que confluyen en el aumento o disminución de la delincuencia en un periodo de tiempo concreto.

El profesor recuerda, por ejemplo, que en la ciudad de Nueva York, durante los años 90, bajó mucho el índice de criminalidad por dos factores muy diferentes: uno, la disminución de la delincuencia relacionada con el crack, que se dejó de consumir; dos, la gran presencia de inmigrantes de primera generación, que no quieren delinquir para no ser expulsados.

En un año de efectos económicos durísimos en España, el 2009, computando los escritos de la acusación de la Fiscalía General del Estado, se concluyó que los delitos contra la propiedad tan sólo subieron un 2 por ciento. Por tanto, no se puede hablar de una relación directa entre crisis y aumento de actitud delictiva. «Como suele ocurrir con el delito, la respuesta a su porqué es más compleja de lo que nos gustaría».

Mucha gente del municipio resumía el comportamiento de Santiago con una expresión coloquial: «Se le fue la cabeza». Pero, aunque su situación económica fuera delicada, no sería un eximente de cara a un juicio salvo que esas dramáticas circunstancias hubieran afectado a sus capacidades mentales.

«No es excluible que padezca un trastorno mental, pero el ordenamiento jurídico no incluye como defensa (exclusión de responsabilidad) los estados de ánimo causados por circunstancias sociales salvo que hayan derivado en una anomalía o alteración psíquica», detalla el letrado.

«La existencia o no de esta alteración deberá acreditarla un perito». En el municipio de La Roda ningún vecino quiere opinar. Casi todo el edificio lo ocupa la familia y ninguno ha querido valorar lo ocurrido. «Bastante disgusto tienen», comprendía una mujer mayor frente al comercio de una de las dos hermanas de Santiago. La tienda de ropa permaneció cerrada toda la tarde. En la Casa de la Cultura, la esposa no sólo prefiere no declarar (como es evidente) sino que sale corriendo, nerviosísima, ante la presencia de esta periodista. «No sé de qué me hablan; esa ya no trabaja aquí, yo no soy», gritó mientras dejaba su mesa de recepcionista.

Luis Verdejo, el abogado de Santiago S. L., matiza cada uno de los indicios que tienen a su defendido en prisión. Las armas que guardaba no funcionaban, protesta. La escopeta era un regalo de su abuelo que colgaba de la pared de su piso; las 25 máquinas taladradoras las tenía por trabajo; un trabuco era recuerdo de Portugal; en el bar La Fonda, lugar del apresamiento, nadie se acuerda de nada. Sobre la fuga: «No quiso escaparse.

De la rabia contenida, dio alguna patada. Nada más. ‘‘¿Cómo me iba a escapar si llevaba las esposas puestas?'', me dijo», explica Verdejo.

«Robar se entiende»
Sagrario González, dueña del restaurante Flor de La Mancha, es otra de las que no se lo pueden creer. «Nos ha pillado a todos de sorpresa». La Policía habló desde un primer momento de una clara «doble vida». Por eso no es de extrañar que nadie dé crédito. Y, si lo dan, lo excusan de algún modo. González conoce a la familia, como todos, de siempre, sobre todo a su padre, Juanjo, que es herrero.

«Robar se entiende», sorprende un hombre de mediana edad acodado en la barra. Bebe un orujo de hierbas y prefiere no dar su nombre. «¡Mira qué panorama!», se indigna señalando la televisión. En esos momentos, el telediario habla de los acuerdos entre Alemania y Francia para salvar la eurozona. El anónimo continúa: «Robar se puede comprender, y más él, que sabe de puertas, cerrojos... pero de ahí a hacer daño a alguien... no sé».


La desesperación económica como excusa


Algunos casos de desesperación económica como justificación para cometer delitos fueron realmente alarmantes. Uno de ellos se dio en Olot (Girona), donde Pere Puig, un albañil de 57 años, asesinó a tiros a sus dos jefes y a dos empleados de una entidad bancaria en diciembre de 2010. En un principio, todo apuntaba a un acto de irracionalidad provocado por una trágica situación personal.

El detenido alegó que le debían mucho dinero y que padecía crueles problemas económicos. Puig mató sin contemplaciones al dueño y al hijo de la constructora Tubert en la que había trabajado durante años cuando ambos desayunaban en un bar. Alegó que le adeudaban dos pagas extra –unos 2.300 euros– y se habían retrasado en el pago de la última mensualidad, según declaró al juez.

Poco después, la Policía descubrió que Puig mantenía invertidos 30.000 euros en dos depósitos bancarios a plazo fijo. La necesidad económica aludida no era real.
«El presunto móvil de la desesperación por las deudas queda desmontado. No tenía ninguna hipoteca a su nombre y encima disponía de 30.000 euros», protestó la acusación particular. No es el único caso.

En muchos de los delitos de violencia de género, el agresor alude a las circunstancias personales (falta de empleo, necesidad económica, autoestima dañada) como una especie de justificación ante actos claramente injustificables