Nueva York

Objetivo: matar a Obama

El mexicano Óscar Ortega Hernández disparó contra la Casa Blanca para matar al presidente. Estados Unidos se pregunta, en voz baja, por qué son tan habituales estos ataques

Óscar Ortega estaba obsesionado con matar al presidente de Estados Unidos
Óscar Ortega estaba obsesionado con matar al presidente de Estados Unidoslarazon

En la mente de Óscar Ortega Hernández, de 21 años, estaba todo bastante claro: él es el hijo de Dios y el presidente Barack Obama, el anticristo. Por eso, intentó matarlo. Con los ahorros que obtuvo tras atender mesas en la cadena de restaurantes mexicanos de su familia se compró el coche Honda Accord, desde el que disparó contra los muros de la Casa Blanca el pasado 11 de noviembre. Entonces, ni el presidente ni la primera dama se encontraban en la capital estadounidense. Fue arrestado en Pensilvania cuatro días después de una intensa búsqueda. Su futuro se desconoce, pero todo apunta a que podría pasar el resto de su vida o bien en la cárcel o bien en un centro psiquiátrico. La próxima cita ante el juez tendrá lugar mañana, después de que se efectúe un examen de sus facultades mentales.

Los expertos en política e historiadores prefieren no profundizar en el intento de Ortega de quitar la vida al presidente de Estados Unidos. No quieren dar demasiada publicidad a este asunto. Y los que acceden a tratarlo y hablar evitan especular sobre las motivaciones que pudo tener el joven. Los medios de comunicación han sido muy cautos y la noticia tampoco ha sido parte del monstruo de la máquina del ciclo de 24 horas de información constante de hoy en día.

La psicóloga Ángela Londoño McConnell destaca que «hay varias razones por las que una persona puede querer matar a una figura política, aunque no siempre están claras. Por ejemplo, hay algunos que quizá los consideren responsables de la situación en la que ellos se encuentran. Cuando la gente está en situaciones muy desesperantes, busca un culpable para explicar lo que pasa en sus vidas», aclara la especialista.

Desde el asesinato del presidente John F. Kennedy en 1963, se han registrado varios intentos de magnicidio: la seguidora de Charles Manson, Lynette «Squeaky» Fromme, apuntó con una pistola a Gerald Ford en 1975 cuando le estrechó la mano entre la multitud. John Hinckley intentó matar a Ronald Reagan en 1981 con la intención de impresionar a la actriz Jodie Foster. Vladimir Arutyunian le tiró una granada de mano en 2005 a George W. Bush durante un discurso que pronunció en Georgia. El primero pasó 34 años en prisión, Hinckley ha estado recluido en un hospital psiquiátrico y Arutyunian fue condenado a cadena perpetua.

Acciones con mucho sentido

Entre los casos de intento de matar al presidente de Estados Unidos, también se encuentra el de Francisco Martín Durán, sentenciado a 40 años. Hace casi 20 años disparó con un rifle de asalto a la Casa Blanca, donde había un hombre que se parecía a Bill Clinton. Para Londoño McConnell, «la gran mayoría de las personas que sufren trastornos psicológicos no suelen cometer crímenes. Tenemos la idea de que estas personas son peligrosas. Pero no es así. En cambio, sí es cierto que, a raíz de su trastorno mental, en su mente este tipo de comportamientos para ellos tiene mucho sentido», aclara mientras sigue dando vueltas a los motivos por los que una persona quiera matar a un político. «Por ejemplo, religiosos, puede ser como un sacrificio por el bienestar de su pueblo», pone en contexto la especialista.

Para el historiador Jonathan Zimmerman, «en parte se debe a que tenemos una extraordinaria sociedad libre. La gente tiene la libertad de pensar y a veces de planear cosas horribles. Tenemos poca vigilancia comparada con otras democracias. Yo prefiero que sea así. Pero, por contra, se junta que hay gente que mentalmente es inestable, miembros de organizaciones extremas con una ley que hace difícil vigilar a las personas que están locas debido a esas libertades», repite mientras recuerda que en Estados Unidos es muy fácil comprar un arma.

Sin entrar en ningún caso concreto, Londoño McConnell explica que, «cuando un líder político fallece de forma violenta, la gente experimenta una gran sensación de incredulidad. Luego hay un proceso de duelo. Al principio se niega lo sucedido, se piensa que todo ha sido fruto de una equivocación y todo el mundo está muy pendiente de los medios de comunicación». Más tarde, el pueblo se pregunta en qué ha podido fallar. «Después se pasa por un periodo de duelo, pero más general. También hay una gran sensación de incertidumbre. Aunque no estemos de acuerdo con las posturas de una persona, es el líder del país. Este tipo de situaciones crea un gran sentido de inestabilidad. La gente siente temor por lo que va a pasar. Rompe nuestro propio sentido de seguridad porque si se puede matar a una persona que tiene guardaespaldas y servicio secreto, nos preguntamos qué nos puede ocurrir a nosotros. Y nos invade la sensación de que entonces también nos puede suceder a nosotros en cualquier momento», desarrolla la especialista.

Marcados por Kennedy

En la historia de Estados Unidos, el magnicidio que más impacto tuvo en la gente fue el de John F. Kennedy. Casi medio siglo después de su violenta muerte en Dallas (Texas) aún se hacen documentales, libros e incluso artículos sobre este caso. El historiador Jonathan Zimmerman explica que «era muy joven y se convirtió en presidente en un momento en el que Estados Unidos vivió un periodo extraordinario. Éramos los líderes del mundo libre, un término que utilizamos con frecuencia. La gente todavía está de luto por la pérdida de cierta visión de Estados Unidos. Éramos jóvenes y poderosos. Por supuesto que aún hay ciertas preguntas de cómo murió. Nadie podrá estar seguro de lo que pasó. Hay muchas teorías conspiratorias de lo que ocurrió entonces», matiza.

Sobre las circunstancias del caso concreto de Óscar Ortega Hernández, Zimmerman prefiere no especular. Pero sí reconoce que, «dentro de las libertades que hay en este país, está la de tenencia y compra de armas, que es un asunto completamente ligado al de la seguridad. Podría salir de mi casa ahora mismo y comprar una pistola. Y eso no ocurre en muchos países. Eso crea muchos problemas de seguridad porque hay mucha gente que tiene acceso a las armas. Si esta persona (por Óscar Ortega Hernández) tenía problemas mentales, ¿cómo es posible que pudiese comprar un arma?», se pregunta a modo de reflexión.

Con respecto a las amenazas contra Obama, Zimmerman no pasa por alto que es el primer presidente estadounidense afroamericano. «Gran parte de sus enemigos han intentado deslegitimizarle como presidente. Por ejemplo, hay que pensar en el grupo de personas que afirma que no nació en Estados Unidos (requisito indispensable para que una persona pueda presentarse a la presidencia del país). Vivimos en un ambiente en el que hay miles de individuos que dicen que el presidente es un mentiroso. Y me parece que este tipo de cosas alimenta que haya más amenazas contra su persona de gente enfadada e inestable», reflexiona Zimmerman. Y añade que el factor de la raza todavía es un problema en Estados Unidos. «Tampoco sabemos si esto ha sido un problema para Ortega, el cual también es miembro de una minoría en Estados Unidos».

Este caso parece ser de libro de psicología para los expertos. Sobre todo después de que los amigos de este mexicano hayan indicado que intentó matar a Obama al considerarle el anticristo. El pasado septiembre se grabó en un vídeo que mandó a Oprah, la reina de la televisión en Estados Unidos, donde le explicó que «no es una coincidencia que me parezca a Jesús porque soy el Cristo moderno al que todos habéis esperado».

Presidente, profesión de riesgo
Ocho presidentes de EE UU han muerto (cuatro asesinados) mientras estaban al frente del país. En cada caso, el vicepresidente se ha puesto al frente de la nación estadounidense. El caso más recordado fue el de John F. Kennedy, al que mató en Dallas Lee Harvey Oswald en 1963 (en la foto). A William McKinley le quitó la vida en 1901 Czolgosz. James A. Garfield fue asesinado por Charles Julius Guiteau en 1881. Y a Lincoln lo mató Wilkes Booth.