Historia

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La envidia por Ángela Vallvey

La Razón
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Como decía Antonio Machado: los ojos siempre turbios de envidia o de tristeza, guarda su presa y llora lo que el vecino alcanza; ni pasa su infortunio ni goza su riqueza, le hieren y acongojan fortunas y malandanzas. Porque, por seguir con Machado, el que envidia desprecia cuanto ignora. La envidia, dicen, es el gran defecto español. Al español, tan generoso y pródigo en tantas cosas, cuando le da por envidiar gana campeonatos mundiales. De modo que resulta difícil que aplauda el avance del vecino, que apoye al que destaca, que premie con justicia al que crea fortuna, pensamiento, ciencia, técnica y recursos pues, aunque sabe de sobra que la creatividad y la victoria ajenas generan riqueza que aumenta el bien común, eso le importa menos que la irritación que siente por el logro de los demás. La envidia es corta de vista, pone bajuna la vida, la bilis en ebullición, es culifruncida, empobrece y no aplaude porque cuando se tienen garras en vez de manos las uñas como pezuñas impiden el movimiento de aclamación. La envidia piensa mal y casi nunca acierta, pero lo sigue intentando con toda su alma, que es muy poca. La envidia es la hermana jorobada y parricida de la generosidad. Es tontilista, rumia y resiente, es veneno para el corazón. Es materialista, no cree si no ve, no quiere que nadie destaque de la miseria general.
Y una se pregunta qué sería de este país si, en vez de amenazar, ningunear, calumniar, insultar, enjuiciar destructivamente, rebajar y acusar a quien envidia, el español envidioso se desprendiera de sus prejuicios, su negatividad y la mugre sarcástica de su corazón y utilizara toda esa energía en mejorar su propia vida, en emular al envidiado y en tratar de superar sus hazañas. (Imagínatelo, primo).