Reforma constitucional
Eutanasia encubierta
El Gobierno presentó la ley de Muerte Digna como un avance extraordinario en el reconocimiento de una serie de derechos de los pacientes en situación terminal y de sus familiares, así como de seguridad jurídica a los profesionales sanitarios que les atienden, y puso especial énfasis en asegurar que el texto no despenalizaba la eutanasia ni el suicidio asistido. Nosotros mostramos serios reparos desde que el Ejecutivo hiciera pública su intención de elaborar el texto. Entendíamos que era innecesario porque ya existían normas que permitían establecer con criterios científicos y éticos los límites del derecho a la vida y los del ensañamiento terapéutico. Después de conocer el texto, nuestro escepticismo se convirtió directamente en un rechazo a un texto que encajaba en el relativismo moral tan propio de la izquierda y tan proclive a la eutanasia. La Conferencia Episcopal Española aprobó ayer un interesantísimo documento sobre el proyecto del Gobierno que desmantela con rigor el discurso oficial de los socialistas sobre una ley que presenta graves excesos. Su conclusión es que estamos ante una norma injusta que regula violaciones del derecho a la vida. Basándose precisamente en ese ataque al derecho fundamental del ser humano, los prelados consideran justificado que no sea obedecida en su redacción actual. Evidentemente, los obispos hablan y se pronuncian en una plano moral y doctrinal con argumentos sólidos. Y es que el Ejecutivo pretende convertir en un progreso médico y vital la legalización de una eutanasia encubierta al reconocer el derecho a la sedación inadecuada, el abandono terapéutico o la omisión de los cuidados debidos. «Una concepción de la autonomía de la persona como prácticamente absoluta y el peso que se le da a tal autonomía en el desarrollo de la ley acaban por sobrepasar el límite propuesto de no dar cabida a la eutanasia». La conclusión de los prelados se ajusta a la realidad del proyecto, pues el Gobierno traspasa los equilibrios profesionales y morales cuando, por ejemplo, la sedación inadecuada no depende del juicio médico, sino de la voluntad del paciente en último extremo. Y así, la norma no especifica tampoco «la alimentación e hidratación» del paciente en el concepto de actuaciones sanitarias que garanticen el «debido cuidado» del enfermo, lo que es un «olvido» peligroso. Es revelador también sobre la intencionalidad última de la ley cómo blinda los derechos del paciente, pero no reconoce ni garantiza el derecho constitucional a la objeción de conciencia de los profesionales sanitarios. Los cuidados paliativos pueden mejorarse en aspectos como la formación de las profesiones implicadas, la elaboración de una cartera de servicios comunes y una dotación suficiente para lograr una cobertura del cien por cien. Pero los derechos ya estaban perfectamente amparados por la ley de autonomía del paciente, la Ley General de Sanidad y el Código Deontológico de la Profesión Médica, entre otros. El Gobierno no ha buscado el consenso ni ha escuchado a esa mayoría que se sitúa muy lejana de las prácticas del doctor Montes, que pudiera ser el inspirador final de esta ley que requiere un debate a fondo y sin prejuicios.
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