Artistas

Carmen Sevilla por Enrique Miguel RODRÍGUEZ

La Razón
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El lunes cené con Carmen Sevilla, hacía tiempo que no la veía. Su aspecto es espléndido, pero lleva ya un tiempo rozada por una enfermedad que te saca prácticamente de la vida, aislándote del mundo, de tu familia, de tus amigos, de tus recuerdos. El Alzheimer había atacado a su madre doña Flora, que pasó los últimos años recluida en un centro especializado, magníficamente atendida y visitada constantemente por su hija. Pepe García Galisteo, uno de los grandes directores de fotografía cinematográfica, hermano menor de Carmen, también ha sufrido el zarpazo de esta tremenda enfermedad. Un grupo de amigos, encabezados por la bailarina María Rosa, decidimos ofrecerle una noche especial, recogimos a la estrella en su domicilio del Paseo de Rosales madrileño. La llevamos en el coche que a ella tanto le gustaba, el Maserati Quattroporte de Rubén Domínguez, otro de sus grandes amigos. Elegimos «La Paloma», un elegante y estupendo restaurante. Al principio apenas nos conocía; con la charla animada, empezó a reaccionar y a contarnos cosas, que había tenido dos maridos, pero que se le habían muerto, aseguró que también había tenido otros novios. Recordó que a María Rosa la había visto bailar de jovencita, me dio muchos besos y dijo que me conocía desde que tenía pantalón corto, que no me veía tanto como antes. Le conté que no se acordaba de que hacía seis años que vivía en Sevilla. Me dijo que quería también venirse a vivir a nuestra ciudad y que la enterraran en su tierra, que creía que tenía un lugar comprado en el cementerio, que quería dejar sus trajes, sus cuadros, sus álbumes, sus películas para que estuvieran en algún lugar de su Sevilla. Dijo una cosa estremecedora, que con el tiempo había aprendido a querer a todo el mundo, pero que no sabía si alguien la quería a ella. Como siempre, quería pagar la cuenta a toda costa. Nuestro nombres han desaparecido de su cabeza, pero nos demostró todo su amor llamándonos sus niños. A las doce de la noche la dejamos en casa, como a una cenicienta, era una mujer feliz, con su risa contagiosa. Estoy seguro de que si esas salidas fueran más frecuentes, su desconexión con la vida no se produciría totalmente. Una de las más grandes estrellas, de las más deseadas, de las más queridas, sufre además otra temible enfermedad que ataca sin piedad a los mayores: la soledad.