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Compartir la felicidad

La Razón
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Sí, todo lo que no se comparte se pudre, y la felicidad más que nada. La felicidad pide a gritos sacarla a la calle, regalarla. Hay personas que, quizá sin darse cuenta, te la tiran a la cara. ¿Las conocen? Tú les preguntas por cortesía cómo les va, y ellas te responden con una retahíla de dichas encadenadas: «Fantástico, me han ascendido, mi hijo ha sacado seis sobresalientes, mi mujer ha cambiado la grifería de la casa y yo he perdido seis kilos en el gimnasio».

Si eso lo escucha una persona triste y debilitada seguramente sentirá un gran escupitajo en la cara. Si el escuchador está contento sonreirá para sus adentros, porque nadie verdaderamente feliz diría esas tonterías.

Porque, además, el que detalla todo lo que le han dado afuera, todo lo que cumple, suele tener el alma en barbecho. Para compartir la felicidad, primero hay que ser consecuente con uno mismo. No engañarse con señuelos. Sentirla en lo hondo como una calma. Estar nadando en amor.

Entonces, llenarás la nevera pensando en esos que sólo gozan de un yogur caducado, pondrás una cama para las visitas solitarias, llamarás por teléfono al pesado, harás un inmenso proyecto en el que quepan muchos.

Y todo delicadamente, sin que apenas ni tú mismo lo notes. Creo que sólo ayudando a los otros se puede conseguir una cierta serenidad, una alegría cierta. Esos que la tienen te llenan de energía cuando se cruzan contigo en la calle. Te la dejan en el aire.