Europa

Barcelona

Redentores y «santos laicos»

La República no construyó una cultura política guiada por el reconocimiento de los derechos individuales 

La República expropió numeroso edificios particulares
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¿Qué entendían por «República» los españoles de 1931? Para la mayoría no era simplemente un régimen liberal y democrático en el que la Jefatura del Estado, como el resto de instituciones, se sometía a elecciones periódicas. Desde el primer tercio del siglo XIX la República se presentó como un instrumento para la redención de los males de la patria y el ajuste al compás de la civilización europea. Esos males procedían de la Monarquía y de la Iglesia intolerante, que habían impedido el progreso en las ciencias, la educación, la economía, la política, e incluso en la moral, hundiendo al país en el fracaso, la decadencia y la miseria, descolgándolo así del tren de la historia europea.

El heterogéneo movimiento republicano compartía esta visión redentora. Esa unidad formal se mantenía gracias a que el republicanismo era una cosmovisión; es decir, un modo de interpretar el pasado, el presente y el porvenir, de acercarse a todas las facetas de la vida. Esto se debía a que la República se presentaba como «la fórmula de progreso» –en expresión de Emilio Castelar– a la luz de la razón, que suponía un cambio político y un cambio de vida. Los republicanos presentaron dos grandes proyectos modernizadores: la democratización de lo público y la «europeización» del ámbito privado. Junto a las elecciones libres, el parlamentarismo, la constitución democrática de las instituciones, y valores ambiguos como la justicia o la paz, los republicanos propugnaron la secularización. A grandes rasgos suponía el predominio de lo civil sobre lo religioso, especialmente para una educación libre, laica y pública, basada en la ciencia y la razón, que facilitara una sociedad regida por la igualdad –también entre hombres y mujeres–.

Esa revolución precisaba de una identificación histórica y presente con el pueblo. Los republicanos hicieron un esfuerzo por identificarse con las clases populares, a las cuales atribuían la moral más pura en sentido roussoniano. Difundieron una Historia de España que conducía de forma inexorable a la República, y en la que la Monarquía y la Iglesia eran sinónimos de corrupción, tiranía y antítesis del interés popular, mientras que la República era la «virtud cívica» y la libertad, características y anhelos propios de la nación.

Esa identificación con el pueblo llevó a la creación desde mediados del XIX de una amplia red social. Contaban con clubes, casinos, asociaciones, orquestas, música –el «Himno de Riego» y «La Marsellesa»–, símbolos –la tricolor inventada por Lerroux–, políticos convertidos en «santos laicos» –como Nicolás Salmerón o Pi y Maragall–, escritores –Pérez Galdós o Valle Inclán– y todo con una cuidada propaganda en prensa y libros. Entre la muerte de Fernando VII, 1833, y 1931, casi cien años, hubo una importante red política, social y cultural que recreaba todo un mundo republicano alternativo al oficial.

Un proyecto redentor

El impacto de la Gran Guerra y del golpe de Estado bolchevique de 1917 transformó el viejo republicanismo, e incluso el nuevo que representaban Melquiades Álvarez y Alejandro Lerroux. Al proyecto redentor unieron un amplio programa de transformación social que incluía la reforma agraria con reparto de tierras, y una nueva concepción de las relaciones industriales. Esto condujo, casi como necesidad según Manuel Azaña, a la unidad de acción con el PSOE. El acicate para la unión fue la Dictadura de Primo de Rivera, que había contado con el beneplácito de Alfonso XIII. Entonces pareció que toda aquella vieja invención histórica sobre la Monarquía y la tiranía era verdad. Así, los años dictatoriales sirvieron, una vez que la UGT de Largo Caballero cesara su colaboración con el régimen, para que se consumara la creencia de que el cambio sólo era posible con la República. La República era ya un mito proyectivo, como ha escrito Ángel Duarte en «El otoño de un ideal» (2009), un «sedante que da pábulo a la esperanza y amortigua los dolores del tiempo presente».

Los republicanos, que no aprendieron del fracaso de 1873, no pensaron en la difusión de unos mínimos valores liberal-democráticos sobre los que cimentar la República. No construyeron una cultura política guiada por el reconocimiento de los derechos individuales, la legitimidad del pluralismo político y la competencia legal por el poder. En definitiva, no difundieron las costumbres públicas que fueron básicas, ya en el XIX europeo, para el establecimiento de un sistema representativo duradero. En su lugar, se preocuparon por presentar a la sociedad un proyecto de redención que ahondó en la sensación de que se estaba en un país fracasado con problemas que sólo se podían resolver con fórmulas políticas excluyentes que lo removieran todo. En realidad, estaban fortaleciendo en nuestro país las tendencias totalitarias y autoritarias que se veían en toda Europa desde el fin de la Gran Guerra, y que desembocaron en 1936.

Una vez proclamada la República en abril, el protagonismo fue para los que precisamente predicaban esa remoción completa. Las élites liberales, con sus discursos moderados y conciliadores, no fueron capaces de controlar la situación, de hacerse un hueco en la política de masas. Así, la vida pública quedó en manos de los que no querían construir una democracia sino su régimen particular o hacer su revolución. Al igual que en otros países, la democracia perdió importancia, como ha indicado Fernando del Rey en la introducción a «Palabras como puños» (2011), y se impuso la violencia como instrumento político, la «brutalización». La República de 1931 dejó de ser un proyecto redentor, un objetivo, para convertirse en un «tránsito» hacia otra sociedad.

Hoy, que vivimos precisamente en otra sociedad, es preciso acercarse a aquel momento histórico con distancia académica, con análisis, no con juicios, como un profesional se acerca a cualquier otro periodo de la Historia; lo que es especialmente recomendable para las generaciones de historiadores nacidos o criados en democracia.

Companys y la república catalana
El 14 de abril, en el balcón del ayuntamiento de Barcelona, Lluís Companys proclama la República en Cataluña. Es impulsor del Estatuto de Cataluña y en 1933 ocupa la cartera de Marina. En 1934 sustituye a Macià como presidente de la Generalitat. En octubre proclama el Estado Catalán y es detenido y preso en el buque «Uruguay». Liberado por el Frente Popular, pasa la guerra como jefe de gobierno en Cataluña. Se exilia a Perpiñán, pero es entregado a Franco por los alemanes y fusilado el 15 de octubre de 1940.