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Corremos y corremos tras imaginarias zanahorias y un día se acaba el plazo. Supongo que sólo entonces comprenderemos el valor exacto del piso que tardamos años en pagar o el puesto que perseguimos media vida. En ésas estaba yo, cuando la semana pasada reapareció un ahijado que llevaba años sin ver y al que entretanto le habían crecido barba y piernas de dieciocho años. Era un tipo difícil, de los que ponen a prueba la paciencia de las familias, y así lo reconoció. Contó que, durante un viaje a Italia, conoció a unos estudiantes entusiasmados con el cristianismo. «Se tomaban la vida mucho más en serio que yo –dijo–y sin embargo eran más felices, así que me pregunté cómo se comía eso». Acabó tan fascinado como ellos por la fe. «Ahora son mis amigos –continuó–, pero no como los de toda la vida, sino como los que están enamorados de lo mismo». Describió con realismo los defectos de sus padres y hermanos y, sin embargo, habló de ellos con un agradecimiento y un afecto inusuales en un chico de hoy. Llevaba bajo el brazo un libro de Historia, «porque quiero entender lo que pasó» y explicó que jugaba menos al ordenador «porque te hace perder el gusto por lo que te rodea». Había citado a este chaval para retomar la tutela propia de una madrina y el chaval me conmovió a mí. Al separarnos, al filo de la Semana Santa, recordé alegremente lo que los discípulos de Emaús sintieron al encontrarse con Cristo: «¿Acaso no ardía nuestro corazón mientras nos explicaba?». Feliz Pascua.