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Praga: la ciudad dorada bajo la nieve

Praga: la ciudad dorada bajo la nieve
Praga: la ciudad dorada bajo la nievelarazon

Ser considerada una de las ciudades más bellas del mundo implica pagar el precio –bendito precio– de recibir tal aluvión de visitantes que calles, plazas y puentes se conviertan en ríos humanos de personas que giran la cabeza en todas direcciones, se paran, compran y toman fotografías. Cuando uno pasea por la capital checa de abril a octubre siempre piensa que le encantaría deambular por esas calles y admirar cúpulas y torres medievales con un poco de sosiego. Por eso acercarse a Praga en invierno tiene el inconveniente del frío, pero permite la impagable sensación de alejarse del bullicio, mirar, pensar y disfrutar. Disfrutar con la majestuosidad de la Plaza de la Ciudad Vieja, con su llamativo reloj astronómico y la enigmática iglesia de Nuestra Señora de Týn y sus torres de cuento. Los edificios que marcan su perímetro definen la postal más conocida de la Ciudad Dorada. El Puente de Carlos es un monumento en sí mismo. Flanqueado por estatuas, comunica la ciudad vieja con el barrio de Malá Strana, centro bohemio y colorido que conduce al castillo, en el que gobierna desde la altura la gótica catedral de San Vito y el mágico Callejón del Oro con sus casas en miniatura.


Malá Strana es una bomba cultural, un arcoíris de fachadas de edificios señoriales y de rincones por descubrir. Su corazón guarda la iglesia de San Nicolás, cuya decoración interior barroca es un canto a los sentidos. Otro de los signos de identidad de Praga es su herencia judía que se ejemplifica en varias sinagogas –una de ellas, del siglo XIII, es la más antigua de Europa– y en el cementerio judío donde varios estratos de tierra albergan las tumbas de miles de personas en una interminable sucesión de lápidas centenarias en un espacio sobrecogedor.
La enorme Plaza de Wenceslao nos recuerda a aquellos que se rebelaron contra ese comunismo gris que la ciudad olvidó hace tiempo con un baño de color que realza su belleza. Dos días permiten conocer lo esencial de una ciudad muy manejable, pero cuatro es la cifra ideal para paladear esta joya de Europa Central. Entre tanta visita no conviene olvidar aquello que llena de orgullo a los checos. No es el castillo, ni sus iglesias, ni sus cúpulas, sino su extraordinaria cerveza.