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El árbol es una de esas metáforas bíblicas que arrastramos desde el Génesis o por ahí. El hombre fue expulsado del Paraíso por el fruto de un árbol y, también, más tarde, alcanzó su redención por una cruz hecha de madera de olivo. Entre Adán y Cristo existe todo un árbol genealógico de profetas y descendientes que cierran el círculo, y que en la Edad Media representaban con sus raíces y su confusa hueste de ramas para que el lego, el hombre corriente, la gente común, como se le llamaba entonces, comprendiera. Si al principio estuvo el Paraíso, con dos árboles en el centro, el de la vida y el del conocimiento, al final está el huerto de Getsemaní (ya algo maltratado por los siglos), que representa, para los que creen, claro, algo así como la última noche sin esperanza. Benedicto XVI deja a su paso, como recuerdo de su visita, un árbol, que, igual que el pez, es un acróstico de todo lo cristiano. Ha escogido un olivo, que es una abstracción silueteada por la naturaleza y que cuenta con mucho antepasado, con mucho abolengo en el catolicismo. A Noé se le revela la presencia de tierra con una rama de olivo, que desde entonces es imagen de paz, de reconciliación. Con el aceite se ha ungido durante siglos a los reyes y los pontífices todavía consagran catedrales con él. El aceite está al principio, en el Bautismo, y después, en la Confirmación, y también, al final, en los santos óleos que se dispensan a los moribundos, convirtiéndose así en un elemento ritual, simbólico del paso por la vida del creyente. El Papa ha echado tierra a un olivo en Madrid, que es como volver a plantar el fruto para renovar el mensaje, la palabra, o sea, la fe.