Europa

Polonia

Entre dos mundos por Manuel Coma

La Razón
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«Perder Polonia nos haría retroceder dos siglos. Hasta el último ruso se levantaría en armas», dijo un ministro zarista en el XIX. Se trataba, en realidad, de la parte oriental de Polonia, que no estaba anexionada a Rusia, sino que su rey era el zar, desde hacía mucho menos de dos siglos, y que el tema le importase a un pobre mújik es más que dudoso, pero para la élite rusa era cercenar la vía de acercamiento al corazón de Europa. Putin dijo de la fragmentación de la URSS que era la mayor catástrofe geopolítica del siglo XX. Para los rusos, claro está. De todas las pérdidas, de las 16 repúblicas federadas que se desgajaron, la más hiriente, con gran diferencia, fue Ucrania, la pequeña Rusia, de la cual se puede decir con no mucha exageración histórica pero sí con cierta hipérbole geográfica –porque las distancias no son lo que eran– que supone para Rusia un retroceso de seis siglos y un catastrófico alejamiento del centro neurálgico del continente europeo. Putin jamás lo ha aceptado y así como Moscú reivindica de facto el derecho a que se le respete una esfera de influencia privativa en lo que llama «el extranjero cercano», ese perímetro ex soviético que diferencia escrupulosamente del resto del mundo y al que se niega a reconocerle una plena soberanía en todo lo que pueda ser del interés de la ex metrópoli, esa actitud se ve exacerbada respecto a Ucrania, sobre la que pretende mantener una perpetua vara alta, lo que en la Guerra Fría se denominaba «finlandización» y bastante más.
Putin ha jugado a fondo sus bazas: la energética y las divisiones internas. Los oleoductos y gasoductos rusos que aprovisionan a Europa cruzan el territorio ucraniano. El líder ruso es un devoto creyente del inapreciable valor geopolítico del chantaje energético y lo ha usado en varias ocasiones, también con los que estamos al otro lado de Ucrania. Cuenta además con importantes afinidades étnicas. Sobre unos cuarenta millones de ciudadanos ucranianos, 10 millones son rusoparlantes y, con independencia de cuál sea su origen, se consideran rusos desgajados de la patria. Además, en su mayoría, viven en el este del país, en la frontera con Rusia y votan por una opción política abiertamente prorrusa y muy en línea con el autoritarismo putinesco. El nacionalismo autóctono está profundamente dividido entre dos partidos. Julia Timoshenko, líder de uno de ellos, populista, demagoga y tramposa, está pagando los desplantes que se atrevió a hacerle al amo del Kremlim, pero tiene también mucha culpa de la debilidad, por división, de lo que debería ser un frente único democrático, pro occidental y nacionalista.