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Modelos independentistas por José CLEMENTE

La Razón
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Los nacionalistas catalanes llevan muchos años, por no decir decenios, dedicados a la búsqueda de un modelo de nación con el que identificarse, un modelo, una forma de Estado y de nación a la que parecerse, que les sirviera de referencia y hasta la que copiar si fuera preciso hacerlo. Pero los nacionalistas catalanes, y en eso coincidiremos plenamente, no se conforman con cualquier cosa, ya que puestos a elegir a la hora de poner en pie la casa buscarán los materiales más caros, los más pijos y, si me aprietan, hasta los más vanguardistas. Cataluña no puede ser una nación más de las muchas que aparecen en los mapas políticos, ni puede tener un Estado que no sea la envidia de sus vecinos, especialmente, los del otro lado del Ebro a los que aspiran a dejar plantados el día de la boda camino del altar. Por esa razón, los últimos presidentes de la Generalitat y, muy especialmente los nacionalistas, es decir, Jordi Pujol y ahora Artur Mas, han dedicado ímprobos esfuerzos a esa tarea callada y silenciosa de buscar el modelo al que parecerse, con el que asimilarse como pueblo y, también, como Estado. Los otros presidentes, Josep Tarradellas, Pasqual Maragall y José Montilla, bastante tenían con contener la fiebre de la calle o las calenturas de su propio Consejo de Gobierno, como aquella del entonces vicepresidente, Josep Lluís Carod-Rovira, un «somiatruites» (visionario) que tuvo la osadía de viajar hasta Perpiñán para explicarle nada más y nada menos que al jefe del aparato militar de ETA, Josu Ternera, el procedimiento para integrar a la banda terrorista en la vía política y así acabar de una vez por todas con la violencia armada en esa comunidad vecina a la que tanto cariño le tiene, un viaje, por cierto, que usó Maragall para liquidar políticamente al hombre fuerte de ERC en su gabinete tripartito.

Pues bien, los nacionalistas catalanes han buscado una y otra vez el modelo al que emular en el tortuoso camino a su independencia, una búsqueda, por otro lado, incentivada con la caída del Muro de Berlín en 1989 y la «revolución de terciopelo» en la antigua Checoslovaquia, pero que dice mucho de la inmadurez en la que están instalados nuestros nacionalistas a la hora de abordar la segregación del resto de España, pues cambian habitualmente de modelo nacional a la misma velocidad que los acontecimientos del fin de la Guerra Fría hacen resurgir nuevas naciones, la mayor parte de ellas bajo el yugo soviético y con una crisis algo más que alarmante. Estos días se viene hablando y en exceso del caso escocés, pero mucho antes de que este territorio fundacional del Reino Unido optara a la celebración de un referéndum para decidir su futuro, fue Gales, en el sur, el modelo a seguir por los nacionalistas catalanes. La desintegración de la antigua Yugoslavia en seis repúblicas federadas (Croacia, Eslovenia, Bosnia, Serbia, Macedonia y Montenegro) tras la caída del muro de Berlín, sirvió de escenario a nuevas equiparaciones con el caso catalán, cuyos líderes mostraron un año antes su predilección por el «Proceso báltico», que dio a luz otras tres repúblicas (Lituania, Estonia y Letonia). De las repúblicas bañadas por el Adriático Eslovenia fue la que mejor encajó en los planes de Jordi Pujol, que llegó a viajar en varias ocasiones hasta su capital Liubliana donde recibió honores de jefe de Estado. Claro, Eslovenia buscaba por entonces amigos bajo las piedras, y no lo debieron hacer tan mal cuando tres años después de su independencia, en 1991, lograba entrar en la Unión Europea.

Pero acabado el idilio con esta república, fue entonces Croacia el modelo a seguir, y después Macedonia hasta que finalmente se decantaron por Montenegro. Nada especial en todas esas relaciones lograron entonces los nacionalistas catalanes, pero sí sirvió para que Jordi Pujol lanzara un aviso a navegantes: «El proceso de configuración de la nueva Europa ya no lo podemos aprovechar (dijo en tono quejumbroso), pero debemos tomar nota de todo eso porque puede servirnos para un futuro tal vez no muy lejano». Los socialistas apenas repararon en el mensaje y, menos aún un cansado Felipe González que ya se las había visto con Pujol a raíz del «caso de Banca Catalana».

Pero si ha habido un espejo al que los nacionalistas de CiU se han mirado una y otra vez ese ha sido, sin duda, la provincia francófona de Quebec, el único territorio norteamericano cuya lengua, el francés, goza de una especial protección e incluso un cuerpo de inspectores que vigilan con no poco celo su habla en todo el sistema educativo, político y social. ¿Les recuerda a algo? La capital de Quebec es Montreal, primera ciudad canadiense con cerca de cuatro millones de habitantes históricamente enfrentados a la mayoría inglesa. ¿Les sigue recordando algo? Para norteamericanos y canadienses Quebec reúne, por su historia, su cultura y su lengua, las características de una nación dentro de Cánada, como defienden los quebequeses y como tal se le respeta, que es, dicho sea de paso, a lo que aspiran los catalanes. También el proceso independentista les sirve de modelo. Así, el referéndum por la independencia de Quebec de 1980 liderado por René Lévesque obtuvo un 40 por ciento de los votos favorables, lo que les obligó a no intentarlo de nuevo en los 15 años siguientes. En 1995 otro referéndum lograba el 49 por ciento, quedándose en puertas de su segregación, que lograrían definitivamente el 27 de noviembre de 2006. Ese es el modelo que persiguen los nacionalistas catalanes moderados, porque los radicales de ERC, SI y otros grupos afines, no descartan incluso un proceso más rápido con forzar la maquinaria institucional y social hasta el punto que consideren oportuno. Pero el proyecto «québécois» (por la lengua) sufre de cojera al mes de la multitudinaria manifestación del 11 de septiembre, entre otras cosas porque la «U» de CiU, se está cayendo.

Y se cae por varias razones que a menudo olvidamos, pero que existen. Josep Antoni Duran i Lleida se ha mirado siempre, como la madrastra en el cuento de Blancanieves, a ese espejo mágico al que preguntaba día sí y día también quién era el más bello de los políticos catalanes del Reino de España. El espejo le decía siempre lo mismo: «Eres tú, Josep Antoni». Con eso se conformaba y le hacia más llevadero que un día, cuando se retiró Pujol, el sucesor no fuera él, sino Artur Mas. Con el proceso independentista, Duran i Lleida ve afianzarse aún más a su enemigo no declarado, pero enemigo al fin y al cabo. Por eso y a pocos días del domingo electoral, Duran, que conoce bien las leyes del mercado y mejor todavía a Madrid, se descuelga con que eso de la independencia no lo es todo, ni siquiera el buen camino. Deja a Mas en soledad y ante el peligro que ya se deja notar en ambientes empresariales de una deslocalización altamente combustible. ¿Se la devuelve o quiere ser él el padre de la patria? Cataluña no es Quebec, ni Portugal, ni Córcega, ni la Bretaña. Y menos aún Flandes o Escocia, a los que se ha dirigido y le han dicho que no se meta donde no le llaman. Todo eso muy educadamente, faltaría mas. Y a la deslocalización empresarial ya en marcha se une el presidente Valcárcel, que lo es también de las Regiones de Europa, para pedir a un pronunciamiento «más nítido» sobre el futuro de Cataluña en la UE si sigue los pasos de Escocia, que es lo que busca. Mas no teme ahora perder a Europa, pues sabe que con Flandes y Escocia presionando en un futuro próximo la entrada sería un camino de rosas. Pero Mas no sólo ha encontrado modelos, sino hormas de su zapato dentro y fuera de Cataluña.