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La Razón
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Sarkozy expulsa de Francia a gitanos europeos. Esos gitanos empiezan a llegar a España. Europa no parece capaz de seguir en ese tema una política común. Gadafi amenaza: o Europa le da 5000 millones de euros o deja de cerrar el paso a los miles de inmigrantes africanos que quieren saltar de Libia a Europa. Hemos sabido que España ocupa el cuarto puesto de Europa en población inmigrante –más de cinco millones– y que nuestra tasa de extranjeros duplica la europea. Cataluña aprueba su ley de integración: los inmigrantes deberán aprender ante todo catalán. Del otro lado del Atlántico, el pasado 29 de julio, entraba en vigor en Arizona su controvertida ley contra la inmigración ilegal. A su vez saltan encuestas que advierten del recelo de los europeos hacia los inmigrantes, en especial musulmanes.
Son algunas de las noticias de este verano relacionadas con la inmigración y, además, dos guindas del otro lado del Atlántico: el pastor Jones hace amigos entre los musulmanes y Sarah Palin afirma –en español– que Obama, no tiene «cojones» para asegurar las fronteras y solucionar el problema migratorio. Son noticias de diferente alcance y contenido pero con puntos en común. Son distintas porque, por ejemplo, lo que Sarkozy ha hecho es novedoso y afecta de lleno a uno de los pilares de la UE. Ha expulsado a ciudadanos europeos, no a ilegales africanos. El espacio común europeo facilita la libertad de circulación de trabajadores y profesionales; el «espacio Schegen» supone la caída de las fronteras interiores, pero ahora no se trasladan trabajadores o profesionales, sino minorías marginales que crean guetos y buscan prestaciones sociales.

Si hay algo en común en esas noticias es la perplejidad e incapacidad de Europa y EEUU ante un problema –el migratorio– al que han contribuido mucho y de muchas maneras: Estados Unidos considerando durante décadas a la América hispana como el «patio trasero»; Europa con su historia de colonialismo y, ahora, con una tendencia doblemente suicida: la caída demográfica e ignorando su pasado, sus raíces históricas y religiosas; en definitiva, desarmándose. Parece que se le han pasado los efectos de la medicina que le administraron Reagan y Thatcher en 1986, pero Gadafi sabe de qué habla. El coronel será esperpéntico, pero aprieta donde duele y sabe que Europa occidental cuenta con unos 500 millones de habitantes, que el África negra con casi 900 millones, que para el 2030 se estima alcanzará los 1300 millones y que la población europea decrecerá. Ese es el problema.

No menos inquietante es la incapacidad para ir al fondo, hacerlo sin complejos y saber lo que nos jugamos. Ante esa incapacidad es lógico que aparezcan iniciativas unilaterales, como la francesa. Será acertada o no, pero el mensaje es claro: a falta de una política común, que cada uno se las arregle como pueda. Y en esto España es un ejemplo de incapacidad y paradojas. Los ciudadanos están inquietos ante la inmigración y me remito a los datos de la encuesta que este periódico publicó el pasado domingo; sin embargo la clase política elude ese problema o lo afronta a base de tópicos. Es lo que ocurre también con la violencia juvenil, la criminalidad y tantos otros temas incómodos. Parecen tabúes y no es posible abordarlos sin que te lluevan calificativos de xenófobo o autoritario. Pero hay que abordarlo porque necesitamos a los inmigrantes. Si cada mañana amanece y España se pone en marcha es gracias a ellos. En Francia e Italia se convocó el pasado 1 de marzo a los inmigrantes para que no consumiesen nada durante un día. El lema de era Una jornada sin nosotros. Decía Le Point: «Imagínense. Un lunes en el que el metro esté vacío y las obras se paralicen. En el que los restaurantes de repente no tengan cocineros…¿Parece imposible? Pues es precisamente lo que ocurriría si los inmigrantes y sus descendientes dejaran de trabajar durante una jornada». La inmigración suple la falta de relevo generacional pero, pese a ello, hay rechazo.

Que un país que vive una catástrofe demográfica, con todo lo que eso implica –por lo pronto que el sistema de pensiones sea insostenible–, se revuelva ante lo que considera inmigración masiva puede obedecer a varias razones: o porque está instalado en la paradoja o porque no ha habido una política de extranjería ordenada, sostenible sino de «puertas abiertas», con renuncia a fomentar la llegada de inmigrantes que se integren, que no se aíslen en guetos. Es lo que pasa cuando lo que llega, más que mano de obra, es miseria, marginalidad e indigencia o cuando se trasplanta a un tejido social consolidado, gentes de difícil integración. Quizás el primer derecho de un inmigrante es que no se haga demagogia ni falso humanitarismo a su costa, ni que sea mercancía de tráfico ideológico ni pretexto para inyectar un multiculturalismo que desdibuje nuestras señas de identidad, nuestras raíces culturales y, en especial, religiosas. Los principales perjudicados son ellos y luego todos nosotros. La facilitación, el descontrol, acaba en rechazo y conflictividad social, lleva a la xenofobia, al racismo y a que afloren tendencias políticas radicales. Ejemplos no faltan.