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El sueño finlandés por Ángela Vallvey

La Razón
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Antes se decía que Finlandia era uno de los países más pobres de Europa. Asentada en las frías latitudes del bosque boreal. Con una lengua que no pertenece a la familia indoeuropea. La historia la ha vapuleado entre las sombras de Suecia y las de Rusia, que la tienen rodeada geopolíticamente, pasando, en tiempos, por la de una convulsa Alemania... Pero, tras el fin de la Guerra Fría, Finlandia empezó a presumir de ser campeona en competitividad internacional, uno de los países más democráticos del globo y de los menos corruptos, y el primero del mundo en libertad de prensa. Además, capitanea los informes PISA, que miden los conocimientos de los estudiantes de 15 años en matemáticas, lenguaje y ciencias. Menos deseables son sus inquietantes índices de suicidio y alcoholismo (nadie es perfecto; hasta en el paraíso hay serpientes). Se ha convertido en un país modélico: culto, democrático, civilizado, transparente, libre, próspero… Los finlandeses creen que el secreto de su éxito está en su sistema educativo y algunos aseguran que su progreso comenzó a gestarse en el siglo XVII, cuando el arzobispo luterano Johannes Gezelius promulgó un edicto que decía que ningún hombre que no supiera leer podría casarse. Gezelius quería que la reforma de Martín Lutero avanzara, desplazando a la liturgia católica, y para eso era necesario poder leer la Biblia. De modo que los finlandeses, que tampoco querían morir solterones, aprendieron a leer. Andando el tiempo, el hábito de la lectura arraigó entre las gentes, y aún florece la pasión por la letra impresa en un país que mantiene altísimas tiradas –en relación con la población total– de periódicos en papel. Mientras, en otras latitudes, el analfabetismo funcional progresa adecuadamente y la prensa impresa lucha con todas sus fuerzas por sobrevivir… (Y no estoy insinuando nada).