Actualidad

Dumas a fuego lento

«Recetas de cocina»Alejandro DumasGadir. 220 páginas. 19 euros.

Una de las imágenes inéditas de Rimbaud en París en 2010
Una de las imágenes inéditas de Rimbaud en París en 2010larazon

El hombre comenzó a hacer gastronomía por hastío, para alejarse de la materia prima, de la naturaleza sin sazonar, de la remolacha cruda. La cocina nace cuando los alimentos dejan de ser superviviencia y se convierten en una representación del refinamiento y la ostentación, o sea, burguesía. En el siglo XIX, que es la centuria de la industria, el barco de vapor y la mano de obra barata, Alejandro Dumas se convirtió en padre del folletín por entregas y, como todo escritor con fama y generosa cintura, en un adorador de los fogones. A Edmond Dantés, el protagonista de «El conde de Montecristo», le enseñó matemáticas, historia, química, lenguaje, idiomas y filosofía durante su encierro en el castillo de If. Pero, en su educación se olvidó de inculcarle los misterios del puchero. Eso los reservaba para él y lo que consideraba su obra cumbre: un «Diccionario gastronómico», que ahora Gadir publica en España.

Con las manos en la masa

Las crónicas dejan el retrato de un autor entregado disciplinadamente a los avatares y rutinas que imponen las recetas. Louis Bouilhet proporcionó una lúcida descripción en una carta fechada en 1858 que dirigó a Flaubert: «Dumas, en camisa, mete mano en la masa, hace una tortilla fantástica, dora la pularda... corta la cebolla, remueve las ollas y les da 20 francos a los pinches». Y lo hacía en el hotel en el que se alojaba en ese momento. «Era un gran gourmet –asegura Javier Santillán, de Gadir y autor del prólogo– al que le encantan las trufas, las ostras y el vino». El novelista de «Los tres mosqueteros» redactó sobre este tema, y asuntos aledaños, un original de más de 1.000 páginas (aquí glosadas a las más interesantes) que abarcaban saberes y disciplinas diferentes. Se publicó dos o tres años después de su fallecimiento y ahora sale la luz en castellano en una edición ilustrada. «Era un libro ambicioso, lleno de erudición. Ahí coinciden las ciencias naturales, la historia, la antropología, la historia de la cocina y los elementos sociológicos. Al ser, además un literaro, le imprime un lenguaje poético. Dumas era una persona sabia y prolífica, y logró que fuera entretenida», explica Santillán.

El escritor consideraba que cualquiera podía cocinar, como el chef de «Ratatouille», pero como una centuria y pico antes. Se propuso dar un volumen en el que se mezclaba los antecedentes del arte culinario y repasaba productos de la tierra, como el espárrago, el melón, la dorada, la perdiz o el tomate, al que reserva una receta: «Tomates rellenos a la Grimod de La reynière», un plato que mezclaba carnes picadas, el grill y un zumo de limón como condimento final. Le dedica palabras a una zoología dispersa: la trucha, el buey, el conejo, el cordero, la gamba, la anguila y la ballena, un mamífero inesperado en estos capítulos y del que apunta: «Esta carne es tan buena y sana que los pescadores y el común pueblo marítimo le atribuyen la salud de hierro de la que gozan».

-¿A quién se acerca más Dumas, al menú de figón o al restaurante de Ferrán Adrià?
-Creo que a Adrià.

Javier Santillán apuesta por el restaurador catalán. Y tiene una buena razón para ello. Ha abordado la edición de este recetario con una visión pragmática del asunto.

-¿Y ha cocinado alguna?
-Por supuesto. La tortilla de tomates a la provenzal. Se hace en diez minutos y me quedó bastante bien. Es muy sencilla. También la sopa de cebolla. La mayor parte de ellas, las que hemos incluido, son factibles. He probado algunas y me han salido bien. A veces tienes que tener cuidado con las proporciones de algunas recetas, pero son bastante fiables en general.

Dumas era un hombre de buen comer, al que le gustaban los entrantes, los segundos platos y postres (siente predilección por los dulces e incluso cuenta cómo hacer ya el gofre, del que asegura que no gusta en París, en aquel París, claro. Hoy ya han cambiado las cosas) y que no duda en recurrir al humor y, tampoco, a sus propias experiencias personales, como los viajes, para mostrar puntos de vista o dar a conocer cocinas específicas. Es lo que ocurre con nuestro país, que no le debió dejar una buena impresión: «En España no existe más que un plato para todo el mundo, y ése plato es el puchero». Y a continuación enumera los ingredientes –se detiene con especial interés en el garbanzo, del que llega a anotar un refrán: «El buen garbanzo y el buen ladrón de Fuente-Franco son». Del puchero también llega a afirmar: «Es la comida invariable del español. De todo español que no cuente con este plato se puede decir, al igual que del viajero sin abrigo: ¡pobre diablo!».

Dumas, que nació precisamente en un momento en que la cocina francesa empezaba a desarrollarse, defiende incluso la predisposición que poseen los escritores para las labores de la cocina. Una idea prematura a la que la bibliografía le ha ido dando la razón. No son uno ni dos escritores que se han inmerso en los avatares gastronómicos. Ahí están Josep Pla y Julio Camba o, saliendo ya de aquí y, saltando a tiempos más recientes, el británico Julian Barnes, con su «El perfeccionista en la cocina» (Anagrama).

 

El detalle
LAS CENAS QUE NO SE PERDÍA ROSSINI

Ni tampoco Geoge Sand, ni Delacroix, ni Victor Hugo. Eran famosas, tanto que, cuando el convidado no podía asistir por el motivo que fuera, reclamaba mediante un sirviente (en el caso de que lo tuviera) su ración.En su diario, por ejemplo, Sand (en la imagen inferior) anotó con cariño las cualidades del padre de «El conde de Montecristo» entre fogones: «Dumas, padre, cocinó la cena entera desde la sopa a la ensalada. Ocho o diez maravillosos platos...». A su mesa sentó muchas veces al compositor de «Las bodas de Fígaro», gran gourmet como él. Ambos pujaban por ver quién destacaba más. Quizá Dumas, aunque Rossini (en la imagen superior) no se quedaba atrás: amaba las trufas, el vino español y los macarrones, tanto como para idear una máquina que les diera la forma perfecta. Les inyectaba, después de cocidos, una jeringuilla con foie. Y a la sartén con mantequilla y parmesano.