Cuba
Deshielo en el Caribe sobre los escombros de la Guerra Fría
Casi 90 años después de la visita de Calvin Coolidge, un presidente de Estados Unidos vuelve a Cuba en viaje oficial. Atrás quedan años de bloqueos y desencuentros, de enfrentamientos políticos y militares.
Hace 88 años, Calvin Coolidge fue el primer y último presidente estadounidense en visitar Cuba. Y, además, no en un viaje estrictamente bilateral, sino en su calidad de participante de la sexta Cumbre Panamericana, precedente de la actual Organización de Estados Americanos (OEA). Siendo EE UU el padre putativo de la independencia cubana, con la guerra a España con su armada e Infantería de Marina, resulta curioso que las relaciones entre ambos países vecinos no tuvieran un perfil más alto y frecuente. Coolidge era conocido por sus monumentales silencios. Este republicano, además de parco en palabras, era hosco y abstemio. La visita no dio para mucho; sólo para el chismorreo sobre cómo eludía el alcohol en los cócteles para respetar la Ley Seca. La tropa periodística que le acompañaba regresó con las maletas reventadas de ron porque no pasaban aduana.
En cualquier caso, La Habana le recibió clamorosamente y con salvas de cañón desde los Morros de la capital. Ya en otro siglo, en 1978, el presidente español Adolfo Suárez fue recibido por un desbordante Fidel Castro, que colmó de elogios al general Franco por su ayuda a Cuba ante el imperialismo estadounidense. Meandros de las turbulencias mentales fidelistas. En aquellas conversaciones, Suárez intentó una mayeútica abocada al fracaso: «Mira, Fidel, yo he sido ministro de Franco, y no uno cualquiera, sino secretario general del Movimiento, que era el único partido de la Dictadura. Desmonté el régimen, legalicé a todos los partidos, me presenté a las elecciones y las gané. Si tú haces lo mismo ganas unas elecciones democráticas por mayoría absoluta. Seguro». Fidel ronroneó un rato pensativo y contestó revelando su sangre gallega: «¿Y si no las gano?».
El presidente Obama no es tan encantador de serpientes como Suárez y sabrá que su visita sólo es el comienzo del principio de un largo proceso que algún día culminará con una Cuba en la que se respeten los derechos humanos y las libertades individuales y colectivas, el tránsito del apolillado sovietismo a la democracia occidental, y unas elecciones libres a las que ya no se presentarán los miembros de la monarquía castrista por los rigores de la biología; ni siquiera Fidelito, el hijo mayor reconocido de Fidel, ingeniero nuclear por la Patricio Lumumba de Moscú, sin inclinaciones políticas. Pero el primer paso inicia el camino.
Los 54 años de desencuentros entre los dos países han sido un catálogo de errores y despropósitos iniciados por los visionarios barbudos convertidos a última hora al comunismo, que no prometían desde el pico Turquino de la Sierra Maestra, disfrazados de Robin Hood. El día de Año Nuevo de 1959 la columna de Camilo Cienfuegos entró en La Habana, desalojando al dictador Fulgencio Batista, un sargento con ínfulas, mientras Fidel se bañaba en multitudes a lo largo de la isla. Los barbudos no explicitaban una ideología concreta: sólo el inevitable regeneracionismo y un populismo no muy alejado del de Perón.
La mochila de Fidel en la Sierra contenía hasta las obras completas de José Antonio Primo de Rivera, jefe del fascismo español. En una economía basada en la caña de azúcar –devaluada por los edulcorantes–, el tabaco –desaconsejado en los países desarrollados– y el ron –de capa caída hasta entre los dipsómanos–, Castro se lanzó a una serie de confiscaciones nacionalistas que dañaron seriamente legítimos intereses privados estadounidenses y españoles. Confiscaron bienes y finanzas de Texaco y Standard Oil, sin tener una gota de petróleo, y los Bacardí o los Dadidoff tuvieron que exiliarse como la totalidad de la clase media alta productiva. La música fue el antiimperialismo encarnado en Estados Unidos, factotum de la independencia cubana y no en la potencia comunista. Castro se alineó con el bloque soviético, del que recibía petróleo e insumos a cambio de tropas regulares en tres colonias africanas en guerra civil y de su lealtad a pocas millas naúticas de los Cayos de Florida. Eisenhower, siendo general, vetó un plan de la CIA para invadir la isla, y Kennedy lo sacó frívolamente de los cajones, rompiendo sospechosamente las relaciones diplomáticas tres semanas antes de Bahía Cochinos. Invadir Cuba desde Guatemala esperando una insurrección popular acabó relegando a la CIA a su actual papel subsidiario de la Agencia Nacional de Seguridad. La crisis de los misiles en octubre de 1962 puso al mundo en alarma nuclear y fue Kruschev quien torció el brazo, revelando otra vez la temeridad de un Kennedy salvado para la Historia por su glamour, su Camelot y su asesinato.
En la última vuelta de tuerca, Bill Clinton, tras el derribo de aviones desarmados de rescate en el Caribe por Mig cubanos, firmó la ley aprobada por el Congreso y presentada por el senador de Carolina del Norte Jesse Helms y por el representante de Illionis Dan Burton para sancionar el comercio con el régimen castrista. La ley Helms-Burton fue una espumadera que recogía poca agua, pero fue reconvertida por la propaganda izquierdista en un imaginario en el que la US Navy hundía a cañonazos cualquier mercante con ayuda humanitaria. Cualquiera abastece a Cuba, si esta paga, pero las multinacionales de farmacia no son altruistas ONG y cobran en divisas al contado. Deshinchado el bluff del socialismo real, hoy es la Venezuela chavista quien provee de petróleo a precio de amigo, de muy amigo, a Cuba por el trueque de asesores político-militares, alfabetizadores y paramédicos rurales. Guantánamo y el llamado «bloqueo» tendrán que esperar a Donald Trump o a Hillary Clinton.
Quien más visita La Habana son los Papas. La Iglesia cubana ha cumplido un papel muy difícil y discreto en la normalización entre los dos países. Y Obama será recibido con fervor, como Coolidge, pero el triunfo del «Patria o muerte» sobre el imperialismo será de apariencia inevitable. No existe el menor indicio de que Raúl Castro tenga elecciones libres en la agenda, pero Obama empieza a cerrar un capítulo podrido. A la postre, Washington mantiene muy buenas relaciones con Ciudad Ho Chi Min pese al desgarro de la guerra de Vietnam. Hasta la sangre seca rápido.
✕
Accede a tu cuenta para comentar