Restringido
La vía intermedia
La mayor parte de los implicados en el debate de la inmigración en EE UU están de acuerdo en que hay que reformar la ley de extranjería. Cómo se reforma exactamente es el motivo de la gran discrepancia. La inmigración es una cuestión compleja que se solapa con numerosos factores, como las políticas sociales o la enseñanza pública. Por tanto, las soluciones claras al enigma son difíciles. A lo que sí podemos llegar, no obstante, es a un abanico amplio de principios que los legisladores deben considerar detenidamente a la hora de llevar a cabo cualquier reforma encaminada a promulgar una ley de extranjería racional y humana.
1) Dios creó al hombre a su imagen y semejanza. Una política de extranjería moral y justa, a fin de cuentas, debería plasmar esa postura hacia los inmigrantes. Son contados los extranjeros que proceden de países en los que pueden cubrir las necesidades de sus familias como en EE UU.
2) Cuantos más, mejor. Los republicanos respetan este principio en materias como el aborto, la eugenesia o la esterilización obligatoria. Pero al hablar de la extranjería, muchos de ellos se ponen del mismo bando que quienes tienen opiniones diametralmente contrarias a las suyas. En un alambicado desconcierto, los conservadores han empezado a utilizar la misma retórica que quienes defienden el control demográfico, afirmando que permitir la entrada de más gente representa una pérdida neta para la sociedad, debido al creciente paro, las tensiones para los servicios sociales, etc. Ellos nunca aceptarían el mismo razonamiento como excusa para poner fin a la vida (o deportar) a los menores con discapacidades, a los ancianos o a los dependientes, que consumen más recursos.
3) La regulación y el control públicos de cualquier bien de consumo nunca funcionan. Esto es algo en lo que están de acuerdo la mayoría de los republicanos. Entienden que la intervención del Estado en el mercado genera alteraciones.
El régimen estadounidense de extranjería es un marasmo de cuotas y mecanismos de control que no refleja en absoluto el libre intercambio entre oferta y demanda. Para satisfacer la necesidad de mano de obra barata del consumidor y el empresario estadounidenses aparece un vibrante mercado negro de inmigrantes en situación irregular que no tienen tiempo ni dinero para recorrer el entramado prohibitivamente complejo de la extranjería en América. La mayoría de los indocumentados no están violando la ley porque les guste. La mayor parte viene porque quieren una vida mejor para ellos y para sus familias.
4) Reforzar la ley vigente es destructivo e inútil. En 2009, el Departamento de Interior calculaba que en América había 10,8 millones de extranjeros en situación irregular. Deportarlos a todos o a la mayor parte es, francamente, imposible. Además, el colectivo conservador Instituto Cato calcula que, si las medidas fronterizas contra la inmigración irregular se reforzaran hasta impedir el flujo de inmigrantes ilegales totalmente, la producción económica norteamericana se contraería en 80.000 millones de dólares durante cada uno de los 10 próximos ejercicios. Los gastos de todos estos expedientes de expulsión rondarían los 200.000 millones de dólares durante los cinco próximos años.
Las leyes deberían respetarse, pero las leyes destructivas deben ser derogadas y reemplazadas por leyes nuevas. Así pues, ¿qué debemos hacer? Está claro que ni una amnistía ni una mejora de las medidas contra la inmigración irregular son por sí solas opciones inteligentes a la hora de resolver el problema. Permitir que los extranjeros irregulares se queden, sin crear un camino de acceso legal para los nuevos, no hará sino generar en el futuro los mismos problemas a los que ahora estamos abocados. Y el respeto escrupuloso de leyes malas puede pasar factura. Hemos de encontrar una vía intermedia entre estos dos caminos. Siguiendo los principios y los datos citados, EE UU puede tener una ley de extranjería sensata y motor de la prosperidad.
*Director de la Fundación Nacional de las Ciencias y director del Instituto Hoover (Stanford). Rector entre 1990 y 1996 de la Universidad George Mason.
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