I Guerra Mundial
Y siguieron matando hasta el último minuto
A las 05:10 horas del 11 de noviembre se firmó el armisticio que establecía que a las 11:00 se acabaría la guerra, pero siguieron los combates hasta minutos antes. Gunther, Price y Trébuchon están entre los soldados que murieron antes de que sonara el reloj.
A las 05:10 horas del 11 de noviembre se firmó el armisticio que establecía que a las 11:00 se acabaría la guerra, pero siguieron los combates hasta minutos antes. Gunther, Price y Trébuchon están entre los soldados que murieron antes de que sonara el reloj.
Desde el Canal de la Mancha hasta la frontera suiza, a ambos lados de las posiciones de combate, los oficiales aliados y los alemanes miraban impacientes sus relojes. Todos estaban informados del mensaje transmitido por el generalísimo Ferdinand Foch y por el Alto Estado Mayor Alemán poco después de que, a las 05:10 horas del 11 de noviembre, los delegados alemanes y los de la Entente hubieran firmado en Rethondes las condiciones del armisticio. El mensaje transmitido por telegrama y por teléfono decía: «Cesarán las hostilidades en todo el frente el 11 de noviembre a las once de la mañana hora francesa». Todos esperaban impacientes el momento mágico de la paz después de 51 meses de lucha, pero los ejércitos aliados aún trataron de mejorar sus posiciones y los alemanes les replicaron con cuanto tenían, de modo que la guadaña de la muerte siguió segando vidas a lo largo de 700 km de frente. A las 09:30, el general neozelandés Bernard Freyberg recibió la orden de tomar el puente de Lesines, al sur de Flandes, y la cumplió después de dos horas de combate en el que le alcanzó una bala. fue el último general herido en la Gran Guerra. En la ciudad belga de Mons, cerca de la frontera francesa, se combatió toda la mañana. Una ametralladora alemana barrió una calle de la ciudad hasta el último cartucho de su última cinta segundos antes de las once. Al callar las armas, camilleros y sanitarios de ambos bandos corrieron a auxiliar a decenas de soldados heridos y recoger a los muertos. Cuenta el historiador británico Martin Gilbert («La Primer Guerra Mundial», La Esfera de los Libros, Madrid, 2004, de donde he extraído gran parte de los datos y citas que aquí empleo), que al quedar silencioso el frente un soldado de la 8ª división británica preguntó: «¿Qué es un armisticio?». Y un compañero, mientras tiraba de él hacia abajo no fuera a alcanzarle una bala perdida, le respondió: «La hora de enterrar a los muertos». Hay muchos candidatos a último muerto de la guerra, pero es improbable que pueda saberse a ciencia cierta quién fue el desdichado: aquel día, hasta las once de la mañana, más de tres millones de hombres tuvieron las armas en la mano y muchos las utilizaron a lo largo de 700 km y centenares de heridos fallecieron aquel día y los siguientes. Entre los acreditados para el luctuoso honor de último muerto está el soldado canadiense George Price, que combatía al oeste de Mons cuando, a las 10:58, le alcanzó el balazo certero de un francotirador alemán. Para los franceses, su último muerto fue Augustin Trébuchon, que recibió un disparo en la cabeza a orillas del Meuse unos 10 minutos antes de las 11, cuando su unidad trataba de cruzar el río y tomar Vrigne-Meuse, junto a la frontera belga, un pueblo que nunca fue mucho y hoy apenas cuenta con 350 habitantes. Incluso la artillería de ambos bandos no ahorró proyectiles para lograr sus últimos objetivos o para impedirlo. Harry S. Truman, que 27 años después sería el trigésimo tercer presidente de los Estados Unidos (1945-1953), mandaba una batería de 75 mm en el frente de Verdún y, cumpliendo órdenes, disparó ininterrumpidamente hasta las 10:45.
Sufrimiento inútil
Aquella feroz traca final fue tan mortífera como inútil. El historiador norteamericano Donald Smithe escribe en su biografía del jefe de las fuerzas expedicionarias estadounidenses, EL general John J. Pershing («Pershing: General of the Armies»): «Los hombres que murieron o quedaron mutilados en esas últimas horas sufrieron sin necesidad y ese maltrato provocó una investigación del Congreso después de la guerra». Un gesto. Sobre la cifra de las bajas del 11 de noviembre no hay acuerdo, pero sobrecoge la enormidad de los datos barajados: ¡entre 10.000 y 13.000! y todo por la sinrazón de avanzar unos metros que los alemanes deberían abandonar obligados por las condiciones del armisticio.
El magnífico escritor escocés John Buchan, que también hizo carrera política y llegaría a ser gobernador de Canadá, pasó muchos meses en Francia como corresponsal de «The Times», cronista del Departamento de Propaganda y redactor de los discursos del generalísimo sir Douglas Haig, recuerda que a las 11 de la mañana «se produjo un minuto de silencio expectante y después un curioso sonido, como un susurro, que los observadores que estaban tras el frente compararon con un viento suave. Era el sonido de los hombres que vitoreaban desde los Vosgos hasta el mar» («The King’s Grace, 1910-1935», Londres 1935). No todos vieron aquel final como una bendición. El general Pershing estaba indignado por los términos y las líneas del armisticio: «Lamento que Alemania no sepa de la que se ha salvado. Si nos hubieran dado una semana más los hubiéramos escarmentado». Parece un lenguaje inhumano, ajeno al sufrimiento de los soldados pero, a la luz de lo que pasó después, hay quien le da la razón: mientras Pershing se lamentaba de haber interrumpido la acción, el general Karl von Einem, jefe del Tercer Ejército alemán, arengaba a sus oficiales: «Han cesado los disparos. ¡Invictos! habéis acabando la guerra en territorio enemigo».
Las consecuencias
Como el armisticio se firmó en Rethondes, en suelo francés, como las tropas alemanas depusieran las armas en territorio franco/belga y como lo signara una modesta delegación (el diputado centrista y secretario de Estado, Matthias Erzberger, asistido por un funcionario de exteriores con rango de embajador, un general de escaso relieve y un capitán como ayudante), el belicismo alemán se desinhibió de las responsabilidades y se desentendió de la derrota. En Rethondes no estuvieron Guillermo II, ni sus belicistas mariscales y almirantes, ni los príncipes que ostentaron las más elevadas responsabilidades militares, ni los ministros que impulsaron el conflicto y que lo condujeron por cauces extremos... Por tanto pudieron escudarse tras la patraña de la «puñalada por la espalda» que atribuía la derrota a una retaguardia minada por socialdemócratas, comunistas y judíos... La ultraderecha alemana se refugiaría en esa falsedad y el partido nazi la convirtió en ariete de su propaganda. Pero nada de eso se arregló con retrasar seis horas el alto el fuego definitivo. Quizá hubiera sido diferente si se hubiera impuesto la firma del armisticio en Alemania, signándolo el Káiser, los mariscales Von Hindenburg y Ludendorff, el gran almirante Von Holtzendorff (paladín de la guerra submarina ilimitada) y alguno de los ministros más militaristas. Raymond Cartier, el acreditado escritor francés, opinaba que la victoria aliada debería haber sido contundente e indiscutible y la paz de Versalles, generosa y conciliadora; lamentablemente, en 1918 se hizo lo contrario, dejando abierta la puerta a la Segunda Guerra Mundial.
«No podrán quitarme nada más»
Paul Bäumer, protagonista de «Sin novedad en el frente», es, quizá, el último muerto literario de la Gran Guerra. Paul escribe los últimos renglones de su diario: «Estoy muy sosegado. Ya pueden llegar los meses y los años. No podrán quitarme nada más. No me quitarán nada más. Estoy tan solo y tan desesperado que puedo recibirlos sin temor. La vida que me ha conducido a través de estos años late todavía en mis manos, en mis ojos. Ignoro si la he superado. Pero mientras ella siga ahí dentro intentará abrirse camino, lo quiera o no lo quiera mi “Yo”». Cayó en octubre de 1918, un día tan tranquilo, tan quieto en todos los sectores, que el comunicado oficial se limitó a la frase: «Sin novedad en el frente». Había caído boca abajo y quedó, como dormido, sobre la tierra. Al darle la vuelta pudieron darse cuenta de que no había sufrido mucho. Su rostro tenía una expresión tan serena que parecía estar contento de haber terminado así» (Erich Marie Remarque, «Sin novedad en el frente», Edhasa, 2003).
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