Carmen Enríquez
«Nos gritaban asesinos»
«Cubrir la muerte de Diana fue una experiencia profesional muy intensa y también desagradable, por cuanto los periodistas fuimos objeto de abucheos»
«Cubrir la muerte de Diana fue una experiencia profesional muy intensa y también desagradable, por cuanto los periodistas fuimos objeto de abucheos».
Durante mi vida profesional como periodista he tenido el privilegio de informar sobre acontecimientos de gran relevancia nacional e internacional: los funerales del rey Hussein de Jordania, la muerte de Juan Pablo II, la del rey Balduino de Bélgica, los funerales de los Condes de Barcelona, las bodas de las Infantas y el Príncipe de Asturias... Pero ninguno tan mediático como la muerte de la primera esposa de Carlos de Inglaterra, Diana, Princesa de Gales, en un accidente ocurrido en el Puente de Alma en París el último día de agosto de 1997, un suceso que tuvo una repercusión planetaria y que dejó en «shock» al pueblo británico, tan comedido hasta entonces a la hora de expresar sus emociones en público. Los ciudadanos de Reino Unido lo vivieron como un duelo personal en el que por primera vez dieron rienda suelta a sus sentimientos de pena y dolor por la desaparición de una persona que se rebeló contra la estrictas normas de la familia real británica e intentó vivir de acuerdo con sus principios de solidaridad y compasión con los desheredados de la tierra. Experimenté en primera línea aquella catarsis colectiva. La sorpresa de los que estábamos allí fue indescriptible y trasladar ese fenómeno social al resto del mundo se convirtió en un objetivo prioritario para los periodistas, que nunca habíamos vivido algo semejante.
Poco antes de las 8 de la mañana de aquel 31 de agosto la dueña de la casa en la que me alojaba en la ciudad de Bath, donde asistía a un curso de arte y cultura británicos, llamó a mi puerta con toques rotundos. Era domingo y no tenía que asistir a clase. Enseguida ella me despejó la razón de su llamada. «Carmen, quizá te interese saber que la princesa Diana ha sufrido un accidente de coche esta noche pasada en París y ha muerto de madrugada». La noticia hizo que me despejara de inmediato y que conectase la radio primero y la televisión después para informarme más a fondo de la noticia. Seguí en vivo y en directo las reacciones de la gente al conocer el dato de la muerte de la mujer más perseguida por la Prensa mundial. Al salir de un oficio religioso, el primer ministro Tony Blair declaró su profundo dolor por la que él llamó «la princesa del pueblo», de quien destacó también su compasión con los que más sufrían y carecían de todo.
Dos horas más tarde, seguía hipnotizada con las imágenes de la televisión que, por cierto, destacaban el silencio total y la falta de reacción de la familia real británica, enclaustrada en su residencia escocesa de Balmoral y sin comentar nada. Sonó mi móvil a eso de las diez y media de la mañana. Era una compañera y amiga de un periódico español que me preguntó si iba a cubrir la información para TVE al estar en Inglaterra. Le contesté que yo estaba de vacaciones y mis jefes no sabían que estaba allí. «Pues llama y díselo inmediatamente», me conminó. Prometí pensármelo, aunque me suponía dejar el curso. Y lo hice: llamé a mis jefes de informativos, les dije que estaba en Bath e inmediatamente me pidieron que me fuera a Londres. En ese momento, empezó una semana en la que viví una experiencia profesional muy intensa.
Los abucheos de los ciudadanos. Llegué a Buckingham Palace una hora y pico más tarde para empezar a hacer conexiones con los programas especiales de TVE. La BBC daba asistencia técnica a una docena de periodistas que contaban lo poco que se iba sabiendo del accidente, la persecución sufrida por Diana y su acompañante, Dodi Al-Fayed, por unos «paparazzi», y la responsabilidad de ese acoso en que el coche se estrellara. Seguí con estupor sus frecuentes conexiones, interrumpidas por los abucheos de grupos de personas congregadas allí en los que les tachaban de «asesinos» por ser causantes de la muerte de Diana. De los insultos no nos libramos ninguno de los informadores que estábamos frente al palacio real. Se hizo necesaria la protección policial ante la agresividad de los que nos consideraban culpables. Fue una experiencia fuerte y desagradable.
Las ofrendas a Diana. Pero lo que más llamó la atención desde ese primer día fue las decenas de miles de ramos de flores, muñecos de peluche, mensajes, dibujos, velas encendidas de todos los colores, globos con frases de condolencia y fotos de Diana y de sus hijos depositados sin descanso en lugares tan emblemáticos como la verja del palacio de Buckingham y otras residencias de los Windsor. Familias enteras dejaban sus ofrendas para rendir homenaje a una persona de la que destacaban algo insólito para ellos en un miembro de la corona británica: que «tocaba» a la gente. Y era verdad, Diana «tocaba» a los pobres, a los enfermos de sida, a los mutilados por las minas antipersona, a los niños que sufrían en los países más míseros de la Tierra. ¿Eso era importante? Me enteré de por qué lo era y mucho debido a que Isabel II y sus hijos no lo hacían nunca. No tocaban, por sistema, a ninguno de sus súbditos. Por eso, Diana había conquistado el corazón de sus conciudadanos.
El silencio de la familia real. La ciudadanía estaba molesta por la indiferencia de la reina y le exigieron gestos de condolencia con la madre de sus nietos. Llegó el día de los funerales en la abadía de Westminster. Mi lugar para las conexiones con Televisión Española era delante de Buckingham. Por primera vez desde la muerte de Diana, la familia real británica aparecía en público y se acercaba a ver las ofrendas de la gente a «la princesa del pueblo». La bandera de palacio se puso a media asta, lo que provocó una explosión de júbilo en el público por el gesto de respeto hacia Diana. Como dijeron todos los medios, Isabel no tuvo más remedio que inclinarse ante la devoción masiva de los ingleses hacia la madre de sus nietos, una mujer que rechazó someterse a los dictados de su familia política y aceptar la deslealtad de su marido.
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