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El artículo de Lomana: El futuro es hoy

Preparando un menú junto a David Mota
Preparando un menú junto a David Motalarazon

Siempre siento la misma sensación la última semana del año. Es como un túnel cuesta abajo y sin frenos, el vértigo de algo que termina y el miedo a lo que comienza. Me pone nerviosa la euforia y necesidad de divertirme y llenarme de lentejuelas y brillos para recibir un nuevo año. Los seres humanos nos ponemos hitos que nos hagan concebir ilusiones o alegrías venideras, celebrando con grandes fiestas y borracheras que hacen amanecer el primer día del año con tremenda resaca. Yo, no, desde luego, porque tengo que confesarles –casi con vergüenza– que nunca me he emborrachado, ni siquiera un poquito. No me gusta el alcohol. Cuando digo esto me miran como si fuese un bicho raro y no pueden concebir que me divierta y lo pase en grande sin probar ni una gota del líquido en ninguna de sus variedades. La permisividad con una droga como el alcohol es impresionante. Aceptado socialmente y en muchos casos presumiendo de lo mucho que se ha bebido como una gran «machada» y jaleado por los que lo escuchan. Sin embargo, si uno cuenta que el día anterior se puso ciego de porros y marihuana todo el mundo lo mirará con mala cara y pensarán que es un vicioso o alguien poco recomendable. Nada tan grotesco y pesado como un borracho y si es mujer ya resulta patético porque las mujeres aguantan mucho peor el alcohol, que atenta contra su belleza y piel como ninguna otra bebida.

Este año, mi idea para esta noche es quedarme tranquila conmigo misma por primera vez en mi vida, tomar las 12 uvas yo solita, ver un poco los tremendos programas de fin de año y dormir mucho para despertarme llena de energía, con un buen desayuno y el concierto de año nuevo de la Filarmónica de Viena. Me parece un planazo después de haberlo pasado de todas las formas y en todos los países: al sol del Caribe, en las noches frías de St. Moritz o Gstaad o en mi adorado Chile con 35 grados de temperatura en el precioso jardín de mis suegros. Nunca olvidaré mi último fin de año con Guillermo. Era imposible estar más felices y pletóricos; todo en nuestra vida era alegría y armonía. Cenamos brindando con sus padres y hermana por el nuevo año, rodeados de un precioso jardín y viendo a lo lejos la cordillera de los Andes, que es parte consustancial de la ciudad de Santiago de Chile. Nos abrazamos, bailamos, tomé mis 12 uvas como buena española y mi suegra, de origen italiano, sus lentejas... Guillermo y yo pensábamos que el 99 iba a ser uno de los mejores años de nuestra vida. Todo parecía encajar. Nuestros íntimos amigos estaban, después de muchos avatares, más estables y pimpantes que nunca, y nosotros también. Con ese ánimo volvimos a España después de unas maravillosas vacaciones. El ocho de enero, un desgraciado accidente provocado por una placa de hielo en la autovía de Pamplona a San Sebastián se llevó en un instante todas nuestras ilusiones y proyectos. No he vuelto a hacer planes. Creo que ya nunca volveré a ser absolutamente feliz como lo fui en muchos momentos a su lado. Por un tiempo, la vida pareció no tener sentido para mí, pero soy una gran luchadora y con mucha fuerza de voluntad conseguí salir de ese túnel interminable de tristeza. Cada año me conmuevo hasta las lágrimas cuando llegan estas fechas, pero una vez más intentaré que no se note y parecer una mujer feliz.

En algunos momentos sentimos un vacío en nuestra vida. Algo o alguien nos falta, no sabemos qué rostro tiene, pero una parte esencial de nosotros nos hace intuir que su presencia es necesaria. Hay una sombra de nostalgia en cada uno de nuestros actos. Nos vamos a dormir, pero nuestro corazón quedará en suspenso, en alerta, bien despierto, esperando que 2017 colme nuestros anhelos. Feliz año nuevo, queridos lectores.