Artistas
Una descendencia que puede ser interminable
Un valenciano de cuarenta años presentará la demanda de paternidad en un mes, mientras que Julio Iglesias, setentón y lleno de achaques, disfruta de la descendencia inventada, o no, que podría hacerse interminable.
Los hijos de extranjis adjudicados a Julio Iglesias no son cosa de ahora mismo cuando al fin le han reconocido una paternidad. Asombra porque fueron de cientos. Toda la vida sin protestar ni querellarse contra ese sambenito como si los nueve ya nada críos nacidos de Isabel y Miranda –de la que está por contar dónde la descubrió– no bastasen. Como ejemplo de paripé, mientras él vive y goza en la dominicana Punta Cana, ellos siguen en Miami y van al mismo colegio «Galinber» de Key Biscayne que dentro de nada compartirá el nieto mayor del Paco Gordillo que inventó a Raphael. Casualidades de una existencia casi de película. A estas alturas, a punto de cumplir 74 el próximo 23 de septiembre, supongo que el antaño nuestro divo más internacional solo comparable a Raphael quizá lo acepte resignado ante lo inevitable. Ya no alardea de ser el donjuán picaflor que sin duda fue desde que la vida no es igual por más músicas que le endilgasen. Un calvario bien llevado y aprovechado publicitariamente. Novia va, novieta viene, una madame las contrataba en Londres y se las ponía en bandeja como sexy diversión del grupo que hasta llegaban a disputárselas. Si yo les contara... Julio es de poco aguante. Pocos resistieron su ritmo desnortado cambiando incesantemente. En su casa miamera de Indian Creek nos reíamos de cada nuevo tierno infante que le endosaban. Se envanecía casi creyéndoselo. Nunca le molestó, al contrario. «Lo importante es que hablen aunque inventen», defendió siempre.
Era como una coletilla añadida a su éxito donde todo empezó con la cálida venezolana Virginia, también llamada «La flaca», que inició la marcha triunfal del romántico aprovechado, faceta que supo explotar tras ser dejado por Isabel. Ella no solo estaba harta de su soledad conyugal el piso de San Francisco de Sales donde también vivía Carmen Martínez-Bordiú, entonces aún duquesa de Cádiz. Se hicieron íntimas y ella le abrió los ojos a la auténtica realidad de su marido. Tanto la espoleó que cuando Julio debutó en el Olympia parisiense, entonces tan consagrado como ahora puedan serlo el Madison Square Garden o el Radio City Hall neoyorquinos, Isabel lo desairó presentándose al concierto cuando empezaba la segunda parte. Ella, que ya tenía ínfulas, le había impuesto vivir en el Hotel Ritz, entonces disparatado, argumentando que «mis tíos se alojan ahí y no vamos a ser menos».
«Nos entretuvimos merendando», se disculpó frívolamente. Fui testigo mientras Julio bramaba y su clan procuraba calmarlo. Nunca entendió semejante desplante, casi venganza sibilina. La ruptura le llegó por teléfono y de manera definitiva, sin vuelta de hoja, mientras él actuaba en Buenos Aires. Cuando Isabel se lo dejó claro pensó que era una broma pesada.
Entonces justo daba sus primeros pasos por México y Argentina; viajábamos en autocar y, por falta de presupuesto, comíamos bocadillos. Los tomábamos mientras nos desplazábamos. Isabel nunca se quejó. Entendía que así era el negocio y la forma de hacerse un hueco. La admiro desde entonces. Además de quererlo, admiraba mucho a Julio, me recuerda Alfredo Fraile, su mánager eterno antes del baile de colaboradores que fueron desfilando. Ahora también despidió a su sobrino, el representante que más le duró en estos últimos años menos vertiginosos que los del cénit profesional, cuando cantaba ante el presidente egipcio Sadat, con quien pretendieron emparejar uniéndole a su hermosa hija Jahim, a la que no dejó de cortejar hasta que la distancia fue el olvido. Muy de canción. Estimuló presumido la pura especulación bien aireada pero menos auténtica de cómo tras una tele parisiense se encandiló de la actriz Sydne Rome más por haber trabajado con Polanski que cegado por su delicada y rubia belleza. Duraron un par de meses hasta que ella rechazó romper su matrimonio. Las mujeres pechugonas eran –hoy no sé– una obsesión quizá producto de algún trauma infantil, ya que nunca se llevó bien con su madre aunque sentía adoración por el doctor Iglesias Puga. Julio admira, por su abundante «poitrine», a la francesa Nathalie, a la que hasta le dedicó una canción titulándola con su nombre. Siempre emocional, cualquier afecto o desengaño lo inspiraba. Así nació la gemidora. «Por el amor de una mujer», principio de una serie de lamentos inspirados por el simulado desconsuelo de una relación que en gran parte de los casos no pasaba de inspirarlo.
Luego apareció Vaitiare, con la que estuvo tres años. La conoció en Tahití y le gustó su casi infantil exotismo. Era muy niña. Tenía los dientes de arriba sobresalientes y Julio le puso un corrector para su primer viaje a Suráfrica. Durante una semana la tuvo encerrada en la habitación a fin de que no la viéramos con el artilugio bucal. Siempre admitió casi encantado cuantos retoños le endosaban. Le han dicho de todo menos «rarito» y tenía una rara complicidad con su fotógrafo José María Castellví, al que Carlos Iglesias humillaba constantemente. Creía, aún cree, que su fama se lo puede permitir todo. Hasta que setentón como yo y lleno de achaques consigue disfrutar ante esa descendencia inventada que podría hacerse interminable si cunde lo ahora reconocido como legítimo.
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