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De las canicas a los «Juegos reunidos Geyper»
La calle era la actividad extraescolar de los niños, donde saltaban a la comba y jugaban a las chapas y al «churro, mediamanga, mangotero»
La calle era la actividad extraescolar de los niños, donde saltaban a la comba y jugaban a las chapas y al «churro, mediamanga, mangotero».
Hace 50 años, las clases extraescolares eran mucho más simples que ahora: un bocadillo de chorizo y las calles y los descampados como un polideportivo abierto las 24 horas del día, más aún en verano. Los padres de entonces no tenían miedo a dejarnos solos. Nada que ver con lo que sucede ahora, que están atrincherados en las urbanizaciones para sosiego de sus progenitores. Quizá porque antes no existían elementos indeseables –de más está citar a los que salen en las noticias de sucesos un día sí y otro también–, o porque ni siquiera se nombraban en los medios de comunicación. Como mucho, cuando nos portábamos mal, como última opción para amansarnos –según la paciencia de los padres incluso podría ser la primera– nos amenazaban con el «hombre del saco» que, afortunadamente, nunca apareció.
Esparcirse en las aceras, más todavía si no estaban pavimentadas, era una juerga. Ahora se diría que se socializaba; dicho en lenguaje llano, sobraban los amigos con los que jugar. Los chicos eran muchos más «suertudos» que las niñas. En una sociedad compartimentada por géneros, mientras nosotras dábamos saltitos con la comba –actividad que vendría muy bien para los gemelos pero que de apasionante tenía poco– y a las «cocinitas» haciendo bocadillos con barro, no podíamos dejar de mirar de reojo cómo ellos se ponían a hacer un «guá» y sacaban de sus bolsillos las canicas de todos los colores que se puedan imaginar. Las más cotizadas y menos vistosas eran las de plomo. Más allá del divertimento, a las féminas lo que nos daba envidia era que podían tirarse al suelo, e incluso romperse los pantalones, que para solucionarlo ya estaban las rodilleras. Idéntico pecado capital sentíamos cuando jugaban a las chapas, cuyo mecanismo era mucho más elaborado. Primero, había que recorrer todos los bares para cogerlas del suelo, después recortar la fotografía del jugador. En el Real Madrid triunfaban Gento, Zoco, Sanchís y Grosso. Si se era del Atlético se tenía en un altar pagano a uno de los jugadores más elegantes de la historia, Gárate. Los partidos eran vibrantes y las niñas teníamos un cometido marginal: animar, en el caso de que nos dejasen, ya que para esos sabihondos las mujeres no sabíamos de balompié. Hubo una pequeña revolución, un sarpullido de feminismo, al atrevernos a usurparles la pared para esos duelos casi acrobáticos que se llamaba «Churro, mediamanga, mangotero» que tantas escoliosis provocó en una generación. Los sacos de patatas y cebollas también eran muy cotizados para las carreras de sacos, actividad algo tonta, todo sea dicho, porque había que meterse en él, saltar y rezar para no romperse la nariz o los dientes, que aunque fueran de leche, e ir al ambulatorio para que, ya de paso, te curasen los chichones producto de los coscorrones que te daba tu padre por el camino.
El regalo estrella eran los «Juegos reunidos Geyper» que podía tener desde 12 hasta 30, incluidos el parchís, la oca, el ajedrez, el bingo de cartones... Ante tanta variedad, a los chavales nos daban varios brotes de ansiedad porque no sabíamos por cuál empezar, por lo que los repartíamos anárquicamente en el salón para el disgusto materno, que era quien tenía que recogerlo.
Corríamos como si no existiera un mañana al quiosco con sus infinitas posibilidades en cómics. El más popular era el «TBO», «semanario festivo infantil». Creo recordar que su precio no iba más allá de los 1,20 pesetas. Llegó a tener 600.000 pequeños lectores. Los pellizcos de la nostalgia traen al presente a «Ana-Emilia y su familia» y «Los grandes inventos del TBO». En 1967 llegó «Tintín», pero nosotros preferíamos el producto patrio, y «DDT», de la Editorial Bruguera, que tantas horas de regocijo nos procuró con Mortadelo y Filemón, Carpanta y Zipi y Zape.
Ahora, cuando miro a mis sobrinos Sofía y Adrián enajenados perdidos con sus respectivas tableta me da vértigo ver su reacción al hablarles de mi infancia. Ponen cara de no entender nada y me miran como si fuera un animal prehistórico. Lógico, yo me acuerdo y ellos la están viviendo.
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