Historia
Los secretos más íntimos de Hitler
El testimonio de su ayudante de cámara, Heinz Linge, es lo único que queda del final del Führer. Le ayudó a tenerlo todo listo para desaparecer de la historia antes de ser capturado
El testimonio de su ayudante de cámara, Heinz Linge, es lo único que queda del final del Führer. Le ayudó a tenerlo todo listo para desaparecer de la historia antes de ser capturado
Siempre me ha impresionado el desconocido testimonio de Heinz Linge (1913-1980), el ayuda de cámara de Adolf Hitler (1889-1945), la última persona que vio al Führer con vida y la primera que le halló muerto. Tras el suicidio de Hitler, Linge fue hecho prisionero por los soviéticos y permaneció casi once años en un campo de concentración, hasta su liberación en octubre de 1955. Sólo entonces pudo relatar con todo lujo de detalles la muerte del dictador alemán y sus secretos más íntimos.
El reloj de pulsera de Linge marcaba las 15:50 horas del 30 de abril de 1945 cuando la bocanada de humo acre de un disparo de pistola le indicó que su jefe había puesto fin a su vida. El criado se apresuró a entrar en la sala de los mapas, en el fortín subterráneo, a diez metros de profundidad de las ruinas de la Cancillería de Berlín. Allí, sentado en un sofá, y erguido casi por completo, reconoció el cadáver de Hitler. Observó un pequeño orificio del tamaño de un marco de plata alemán en la sien derecha, por el que brotaba un hilillo de sangre sobre la mejilla. Lucía impoluto el uniforme que horas antes el propio Linge le había preparado con esmero. En el suelo distinguió una pistola Walther, del calibre 7,65; un metro más allá, halló otra del calibre 6,35.
- Cápsula mortal
El cadáver de Eva Braun yacía a su lado sin impacto alguno de bala; le bastó con ingerir una cápsula de veneno poco antes de la muerte violenta de su pareja. Aquel mismo trágico día, Hitler había ordenado la muerte de su perro alsaciano favorito, Blondi. Y cinco días antes, el 25 de abril, llamó a Linge a su despacho para darle instrucciones: «Ahora tengo una orden especial para usted. ‘‘Fraülein’’ Braun y yo hemos decidido morir juntos. El deber de usted, y así lo ordeno, es cuidar de que se incineren nuestros cuerpos. Es preciso que nadie pueda identificarme después de mi muerte. Disponga usted una cantidad suficiente de gasolina. Envuelva nuestros cadáveres en mantas, empápelas bien con la gasolina y préndalas. Efectuada la cremación, regrese a mi cuarto y recoja todas las cosas por las que se me pueda recordar después de muerto y quémelas también. Pero no queme el retrato de Federico el Grande que cuelga del muro, por encima de mi escritorio».
Le horrorizaba caer en manos de los rusos, y que éstos le convirtiesen en un muñeco exhibido al gran público en un museo de cera. Histérico, gritó a Linge: «¡Eso no debe suceder! ¡Eso nunca, nunca debe suceder!».
El principal testigo de la vida privada de Hitler recordaba cómo éste ensayaba sus discursos hasta la extenuación de su equipo de secretarios, que se veían obligados a relevarse para aguantar las maratonianas sesiones de dos días y noches enteras. Preparaba el mitin frente al espejo, con un cronómetro en la mano. Pese a necesitar gafas para leer, sentía horror a que le sorprendiesen con ellas. «Un Führer –solía decir– no puede usar anteojos».
Cada vez que se inflamaba en sus arengas, extraía maquinalmente las gafas del bolsillo y las retenía con la mano a la espalda. Sin darse cuenta, cuando llegaba el pasaje culmen de su discurso, apretaba el puño y rompía las lentes. Por eso Linge llevaba siempre a mano un par de gafas de repuesto.
Otra manía suya consistía en tener sobre su escritorio tres lápices de color: rojo, verde y azul. «El rojo –explicaba a su ayuda de cámara– lo uso cuando le escribo a un enemigo; el verde, cuando hago notas sobre un amigo; el azul, cuando debo ser muy cauto en lo que escribo».
Hitler envejeció a medida que su imperio se derrumbaba. Linge detectó que arrastraba entonces la pierna izquierda, que en el párpado izquierdo tenía un tic nervioso, que no veía bien y que estaba encaneciendo a causa de su prolongada vida subterránea. Además de su dolencia gástrica, padecía insomnio y se administraba una docena de píldoras soporíferas. Antes de un discurso, se hacía poner dos inyecciones: una para calmar su dolor estomacal y otra para insuflarle energías. Luego, esas inyecciones se convirtieron en una costumbre.
Le obsesionaba la posibilidad de engordar, razón por la cual tomaba un purgante, seguido de una dosis de opio para calmar el estómago. Su cocinero particular era dietista. Las verduras que consumía se cultivaban en suelo previamente fumigado y abonado con mantillo selecto. Así vivía el hombre para quien la vida ajena valía menos que nada.
Declive fulgurante
En los cruentos días de Stalingrado, se le detectó a Hitler un temblor en la mano izquierda que le era difícil de controlar. Si se examinan hoy las fotografías de entonces, se observará que siempre tiene la mano izquierda apretada contra el cuerpo, o delante de sí, afianzada con la mano derecha. Sólo así podía evitar que su mano se crispara con violencia. Coincidiendo con esta dolencia, Hitler le dijo a su médico personal, Theo Morell, que sufría migrañas y creía tener alta tensión arterial. Se acordó ponerle sanguijuelas que le extrajesen sangre del brazo. Después de cada succión, Hitler respiraba aliviado, y exclamaba: «¡Oh, qué bien! Ahora siento la cabeza despejada de nuevo». A medida que el asedio de los aliados se estrechaba, Hitler pasaba más tiempo en su búnker. Las personas que iban a verle quedaban impresionadas por su aspecto. Parecía ya un anciano pese a ser aún cincuentón.
@JMZavalaOficial
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