Historias

El Rey Midas de la guerra

El enigmático Albrecht von Wallenstein, amén de héroe trágico y astrólogo amateur, fue un exponente precoz del complejo militar-industrial

«Seni en el cuerpo muerto», de Wallenstein Karl von Piloty / Wikimedia
«Seni en el cuerpo muerto», de Wallenstein Karl von Piloty / Wikimedialarazon

El enigmático Albrecht von Wallenstein, amén de héroe trágico y astrólogo amateur, fue un exponente precoz del complejo militar-industrial.

Dictador militar, héroe nacional checo o alemán, jefe de mercenarios sin escrúpulos, hombre de talante fáustico entregado a la astrología... Muchas han sido las consideraciones que ha recibido la figura de Albrecht von Wallenstein, generalísimo del sacro emperador Fernando II durante la Guerra de los Treinta Años, desde que el dramaturgo romántico Friedrich Schiller reavivó al interés por el misterioso personaje con la publicación, entre 1798 y 1799, de la trilogía dramática conocida colectivamente como Wallenstein. La desaparición de múltiples documentos oficiales, orquestada por los Habsburgo para evitar pesquisas sobre el asesinato del general en vísperas de su defección, contribuye a que el mito persista.

Más allá de la fascinación romántica por los grandes hombres, cultivada en la estela de Napoleón, Peter Wilson nos traza en su libro «La Guerra de los Treinta Años. Una tragedia europea» el retrato de un personaje único, exponente tardío del condotiero a caballo entre el medioevo y la modernidad. El tránsito a la guerra moderna, que en el siglo XX se quiso encauzar a través del concepto de «revolución militar», centrado en aspectos tácticos y armamentísticos, se ha enfocado en el último cuarto de siglo desde el prisma de la organización y la logística. Para el historiador David Parrott no cabe hablar tanto de «revolución» como de «devolución». Se trató, sostiene, de un proceso descentralizado en el que la figura del «empresario militar» suplió las carencias que padecían en la movilización de recursos unos gobernantes que dependían aún de la nobleza para poner en pie sus ejércitos.

El embajador español en Viena, el marqués de Aytona, describió al bohemio como a un Rey Midas, pues era capaz de reclutar y pagar grandes ejércitos de su bolsillo. Su arma no consistía tanto en las «contribuciones de guerra» –que Johnn Lynn ha apodado como «impuesto de violencia» y que eludían el complejo entramado gubernativo del Sacro Imperio, al que reemplazaban por la amenaza del saqueo impune– como en la posesión de crédito. Instituido duque de Friedland, el bohemio podía acuñar moneda –y manipularla– y poseía minas y fundiciones con las que abastecía a sus tropas. Hay quien ve en ello una suerte primigenia de conglomerado militar-industrial que Wallenstein gobernaba con fría calculación. Un panfleto de la época rezaba: «Era un hombre que daba lo mejor de sí mismo a quien menos lo esperaba, pues sus presentes eran cepos dorados que creaban obligaciones indisolubles».

¿Pero cómo había acumulado tanto poder un huérfano de la baja nobleza? Primero, por un golpe de suerte: en 1609 se había casado con una rica viuda que murió al poco, legándole su fortuna. En segundo lugar, su lealtad a los Habsburgo se vio recompensada con buena parte del patrimonio expropiado a la nobleza protestante de Bohemia. Wallenstein no era un condotiero, sino un súbdito del emperador. Cuanto obró lo hizo teóricamente en nombre y beneficio de Fernando II y, a pesar del gran poder que ostentaba, cuando circularon rumores de su traición, casi todos sus hombres lo abandonaron. El 25 de febrero de 1634, un Wallenstein deprimido y enfermizo murió asesinado por órdenes secretas del emperador. Había sido un peón imprudente que osó moverse con autonomía en el tablero resbaladizo de la Guerra de los Treinta Años.

«La guerra de los treinta años. Una tragedia europea (I). 1618- 1630»

Peter H. Wilson

Desperta Ferro Ediciones

608 págs.

27,95 euros

¿Nos mienten nuestros políticos? La respuesta a esta pregunta no nos corresponde, pero sí podemos afirmar que en el Egipto faraónico era algo relativamente común. El caso más espectacular quizá sea el de la batalla de Qadesh, librada en el año 1274 a. C. en las llanuras de Siria. En ella se enfrentaron los ejércitos hitita y egipcio y, si bien el resultado de la batalla fue incierto (ninguno logró imponerse con contundencia sobre su oponente), no lo fueron tanto sus resultados: Ramsés II hubo de abandonar toda pretensión sobre el territorio sirio –que antecesores suyos en el cargo sí habían dominado– replegarse y reconocer, a regañadientes, la supremacía hitita sobre buena parte del levante mediterráneo. Sin embargo, en los documentos oficiales egipcios la batalla de Qadesh se presenta como una contundente victoria egipcia y en el templo funerario de Ramsés II en Tebas (conocido como Ramesseum) así como el templo erigido por este mismo faraón en Abu Simbel (ambos representados en el maravilloso libro de Jean-Claude Golvin «Viaje por el Antiguo Egipto») los relieves parietales, inicialmente polícromos, narran una versión distorsionada de los hechos, una pretendida victoria aplastante del faraón sobre sus enemigos y, por extensión, del orden frente al caos.