
Moda
Día Mundial del Vestido: así es el diseño más caro del mundo, subastado por 5,6 millones de dólares
Un vestido de cine pasó de simple utilería a patrimonio: su imagen se volvió universal y, décadas después, lo convirtió en el más codiciado del séptimo arte

Durante años, el vestuario de cine fue tratado como utilería efímera: se usaba, se guardaba en un almacén y, con suerte, acababa en el perchero de una producción menor. Hoy, en cambio, los trajes que definieron escenas y personajes han pasado a considerarse patrimonio cultural, y también un mercado millonario, donde el valor no solo se mide en telas y puntadas, sino en memoria colectiva. En ese mapa hay una pieza que reina sin discusión: el vestido blanco plisado que Marilyn Monroe inmortalizó sobre una rejilla del metro de Nueva York en La tentación vive arriba (1955). Diseñado por William Travilla, es el vestido más caro jamás subastado: en 2011 alcanzó 5,6 millones de dólares.
El director, Billy Wilder, convocó a los neoyorquinos para presenciar cómo el aire ascendente levantaba, con descaro y humor, el dobladillo del halter plisado de Monroe. Aquella noche, el ruido y la multitud impidieron usar el sonido directo y la escena se recreó después en estudio, pero ya nada detendría la potencia de la fotografía: el blanco vibrando bajo los focos, el movimiento del plisado, el gesto cómplice de Marilyn sujetando la falda. La moda dejaba de ser mero vestuario para convertirse en un recurso narrativo que contaba, sin palabras, el tono libre y provocador de los años cincuenta.
El propio diseño de Travilla explica parte del magnetismo. No era un simple vestido veraniego: el escote halter en V, el talle ceñido y el plisado en abanico estaban pensados para responder a la luz y al movimiento, casi como si la cámara fuera su segundo tejido. Travilla -que firmó algunos de los looks más celebrados de la actriz- entendía el cuerpo de Monroe como un generador de significados.
La otra mitad de la historia se escribe fuera del set
Debbie Reynolds, actriz y coleccionista, rescató prendas históricas cuando los estudios liquidaban sus almacenes. De su extraordinaria colección salió a subasta, en junio de 2011, el vestido de Travilla. El martillo cayó en 4,6 millones y, con primas y comisiones, la cifra ascendió a 5,6 millones de dólares. El mercado ya había demostrado su apetito por reliquias de Hollywood - ahí están el “Happy Birthday, Mr. President” de Jean Louis que Marilyn vistió en 1962, vendido por 4,8 millones en 2016, o el Givenchy negro de Desayuno con diamantes, que rozó el millón una década antes-, pero el “subway dress” marcó un listón emocional y económico difícil de superar.
¿Por qué esa pieza, y no otra, alcanzó tal récord?
La respuesta es un cruce entre aura e ingeniería del coleccionismo. La procedencia impecable (Reynolds), la autoría (Travilla), el estado de conservación y, sobre todo, la condición de imagen universal -esa fotografía que cualquiera reconoce aunque no haya visto la película- operan como multiplicadores de valor. A ello se suma un factor poco visible pero decisivo: la extrema fragilidad de los textiles de mediados del siglo XX. Conservarlos exige restauración meticulosa, control climático y protocolos museísticos; saber que “el original” sobrevivió y puede exhibirse de forma segura dispara el interés de museos, fundaciones y grandes coleccionistas privados.
Casi siete décadas después, el blanco plisado sigue funcionando como un estándar de oro: cada vez que un look promete “hacer historia”, la comparación vuelve a él. Es el mejor recordatorio de que un vestido puede ser, a la vez, una gran escena, una gran idea y un gran activo cultural. Y que, muy de vez en cuando, la moda consigue lo que parecía exclusivo del cine: detener el tiempo.
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