Andalucía
La ciencia de la maleta
El proceso de hacer una maleta es una pequeña obra de ingeniería doméstica, una disciplina despreciada en el ámbito académico que se deja al albur de la inspiración o de la habilidad autodidacta del viajero. Y no es prudente. El cambio de hemisferio, por ejemplo, es una contingencia que requiere un trabajo psicológico previo, porque resulta imposible que alguien sometido a los rigores de la canícula andaluza imagine siquiera que desayunará entre sofocos y cenará aterido en el invierno austral. ¿Qué clase de perturbado es capaz de meter un forro polar en una mochila un día de julio a las cuatro de la tarde? Luego, está el necesario ejercicio de ergonomía, ciencia que merecería mayor consideración, pero no en el sentido clásico de simbiosis entre el ser humano y sus enseres o utensilios, sino por la relación que guardan éstos entre sí. Los libros no pueden ir en el mismo compartimento que el neceser, como tampoco debe mezclarse el calzado con la ropa interior, pues el uno recoge la suciedad del suelo mientras que el otro se adhiere a la piel en sus regiones más delicadas. Sería una completa guarrada. Paradójicamente, es más sencillo el equipaje para un mes que para una escapada de fin de semana. «Vísteme despacio que tengo prisa», enseña el refrán. No por el tiempo que requiere embutirse en unos pantalones, sino porque toda elección conlleva mil renuncias. El 90% de la indumentaria se queda en el armario cuando uno se va para dos días y son horas las que se desgranan en ese trabajo de descarte. Reza un proverbio alemán: «Quien tiene la elección, tiene el tormento»; y cuando uno emprende una larga singladura, elección tiene muy poca, pues sólo puede hacer votos para haber sacado de la lavadora una muda por día de viaje. No sé si llevo suficientes calcetines, ahora que lo pienso.
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