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Pantheón versus necrofilia

La Razón
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A Johnny Hallyday, uno de cuyos últimos trabajos fue un dueto memorable con Loquillo –Cruzando El Paraíso–, lo enterraron por expreso deseo suyo en la isla de San Bartolomé, donde tenía una residencia, pero su funeral en París fue una exhibición de orgullo cultural: presidió Macron junto a sus dos antecesores, Hollande y Sarkozy, una comitiva compuesta por miles de motos Harley-Davidson en los Campos Elíseos y, al fin de semana siguiente, en cada partido de la Ligue 1 sonó en los prolegómenos una de sus canciones. De no haber querido reposar para siempre en el Caribe, la osamenta de este católico «bon vivant» estaría hoy en el Panteón, adonde hace unos días trasladaron los restos de Simone Veil, la ascética judía que sobrevivió al infierno de Auschwitz y llegó a presidir el Parlamento Europeo. Si en algún momento llegaron a conocerse, seguro que no se cayeron bien y es descriptible poco aprecio intelectual que se profesarían mutuamente, situados como estaban en las antípodas vitales e ideológicas. Da igual cuando, con independencia de las modas («la mode c’est ce qui se démode», sentenció Jean Cocteau, el amigo de Coco Chanel), existe una idea clara de nación y una voluntad firme de glorificar a las luminarias patrias: desde De Gaulle a Tintín, que por cierto fue creado por un belga. Mientras aquí andamos con las pulsiones necrófilas que terminarán por desenterrar a Franco, Francia entera honra a Claude Lanzmann cuyo documental Shoah, un monumento en homenaje a víctimas y supervivientes del Holocausto, no es tan necesario hoy por su rescatar una memoria que sigue bien presente, sino por combatir el antisemitismo que vuelve a emerger de la mano de popu-fascistas e inmigración mahometana. En el desfile del Orgullo Gay en Madrid, sí, volvieron a vetar a la delegación de Israel.