Museo Reina Sofía
Sónar de masas
El Sónar cumple un año mas, pero la sensación es diferente. Su lavado de cara tras instalarse en la Fira de Montjuïc ha sido notable. Quizá no tiene el encanto de situarse entre dos museos: un recinto ferial siempre tiene el encanto de un cactus, pero lo que se ha ganado en comodidad vale su peso en oro. El Museo de Arte Contemporáneo (Macba) y el Centro de Cultura Contemporáneo de Barcelona (CCCB) eran una ratonera muy «cool», pero una ratonera al fin y al cabo.
A primera hora de la tarde, este nuevo recinto ya cogía color con los aficionados a la electrónica mas madrugadores. Aunque sea un lugar impersonal y frío, el público del Sónar, venga del país que venga, siempre es todo lo contrario. Había noruegos rubios y encarnados, japoneses con peinados capaces de cortar una sandía y afroamericanos de brazos hechos para abrazar osos. Lucía un sol de justicia y ya había muchos sin camiseta y sin sandalias y, desde luego, sin vergüenza. Ese ambiente de fiesta multicolor sigue siendo el mismo de siempre.
Arranque notable
El primer concierto notable del arranque del Sónar fue el de Gold Panda, un americano que coquetea con el house para crear secuencias envolventes y luminosas. Quizá sólo era el sol, pero eso parecía. La gente, al menos, empezó a bailar como si fuese por una buena causa, con toda la alegría del mundo.
Al mismo tiempo, en el Sónar Complex, situado en un comodísimo auditorio, la Barcelona Laptop Orchestra utilizaba tablets para deconstruir trocitos de Kraftwerk y hacer un ruido infernal. Por su parte, los que parecen haber abandonado el ruido son Liars, que apostaron por la electrónica oscura y tribal, pero con un cierto gusto pop que sentó de fábula. Los que tenían más ganas de rumba, el Sónar Dome presentaba a un sueco llamado Ulf que amenazó con un poco de «dubstep», pero en seguida vio que había que poner algo más de color porque el festival musical se encontraba de estreno y, por lo tanto, requería algarabía.
A esas horas, el Sónar Village ya presentaba el aforo de las grandes ocasiones, todo ello para poder ver y disfrutar con Sebastián Tellier. Con aspecto mesiánico y una barba de esas que caen andrajosas hasta el infinito, demostró que intimismo y excentricidad no están reñidos. Su pop trascendental, de melancólicos arrebatos hizo que los pocos hippies camuflados saliesen a la luz y adorasen a la diosa naturaleza o a lo que adore esta gente.
Más clásico, más complejo y más emocionante fue la tesis doctoral al piano de Francesco Tristano, bien cuando apostaba por el minimalismo, pero excelso cuando se acercaba al jazz.
A esas horas, los apretones que solían haber en el Macba ya sólo eran una pesadilla pasada, algo que no volvió a repetirse en el estreno del nuevo Sónar. Ayer se podía pasear por todas partes, hasta hacer carreras sin ningún empujón. Y fue entonces cuando llegó la revelación. El primer transexual del hip hop, Mykki Blanco, salió al escenario del Sónar Hall. Y lo hizo sin pelucas, sin maquillajes, sin parafernalia, vestido unos pantalones de deporte y con una actitud alucinada. «Soy Beyoncé», dijo nada más empezar, y vaya si lo fue. Eran ya las ocho y había que darse prisa, faltaba poco para cambiar de escenario e ir a ver a Neil Tennant y Chris Lowe, es decir, Pet Shop Boys, pero la primera sensación del nuevo espacio fue muy buena.
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