Paco Reyero

Alfonso Ortuño, la tertulia en la radio tiene que ser de risa

La Razón
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Alfonso Ortuño, pasadas las dos de la madrugada y después de observar la compaña, dijo: «O el güisqui es corto o la conversación es larga». Al restaurante había venido cenado; se quitó la mascota y se agarró al Cardhu, que es una forma de mantenerse erguido. Locuaz y complejo, nos hablaba de Antonio Machín lo mismo que de Alfonso, el cerillero del café Gijón, quien al parecer comentaba: «Ya nada es lo que era. Ni el futuro es lo que era» o esto otro de «lo preocupante es que se han acabado los clásicos. Porque antes se les veía venir. 'Este es el clásico hijoputa' y uno se preparaba. Ahora todos van embozados». Ortuño nos contaba cosas de «cuando entonces» que hacían sonar el arpa.

El dibujante se había acercado, unas horas antes, al escenario desde donde se emitía el programa de radio «La Brújula». Un teatro de Torrevieja, esa babel de hamacas, arroces y cemento, donde insultan en todos los idiomas y para compensar cantan habaneras. Alfonso fue al programa de Alsina husmeando de lejos, como un apuntador sin concha. El presentador dijo en antena: «Hemos tenido la suerte de encontrar en nuestro viaje a un grande de la radio», y él, borrándose el lamparón, contestó: «Grande en sentido figurado» y se adueñó de la situación diciendo: «Veo que todavía tengo público, aunque soy un poco borde». Calvo y del tamaño de un buscavidas de película italiana, se puso los cascos y con voz zumbona revivió las tertulias hilarantes de las tardes de Antena 3 de radio. La tertulia radiofónica es el género del relleno, entre la orfebrería y el granel. Nadie sabe mucho de todo y como se trata de hablar de todo, las opiniones son, por norma, intrascendentes, cargantes y ostentosas. Los tertulianos de la sacralizada tarde de Antena 3 eran Vizcaíno Casas, Carlos Pumares, Gerardo Iglesias o Luis Ángel de la Viuda, para quien lo mejor del mundo era «comer» y «después de comer, merendar». Aquella tertulia ochentera era de risa, sin pretensiones dogmáticas. Ortuño, cuyo oficio es la caricatura, estuvo allí y ahora, después de que los amigos le hicieran una fiesta sorpresa por sus 70 años, mostraba una sola melancolía, la salarial, que es más sana. «Yo estoy esperando a que alguien me contrate», decía y se ofrecía por lo bajini recordando que hacía coplas en romance tan acreditadas como «La trombocantata de la transmisión de poderes del invicto Caudillo».

Todo su sentido del humor es como un desaire a la fatalidad. La puta vida, para entendernos, que es que uno se tiene que reír. «Yo trabajé en Nivel, que fue un periódico que cerraron la tarde del primer número. Habían tirado por Madrid miles de pasquines que anunciaban: 'Nivel. Diario de la Mañana'. Sólo duró un día y nosotros lo mejoramos diciendo 'Nivel. Diario de una mañana'. Al director, Manuel Martín Ferrand, lo habían echado porque puso un árbol de navidad. El propietario dijo que no se ponía árbol porque aquel era un periódico laico. Nivel era como El País, pero diez años antes y aquello no se podía digerir. Estaban Carandell o Gironella. Teníamos ambiciones, pero duró un día».

Al ver cómo se volvía a electrificar la voz de Ortuño por un rato, pensé enTruman Capote y en eso de que el cielo es sólo el lugar donde habita el trueno y todo desaparece. «Estoy en el exilio, viejos camaradas. Para mí este es un ratico muy bueno», nos regaló mientras vendían la publicidad.