Opinión
Séneca con Walkman
No existe evidencia más palpable del transcurso del tiempo que la tecnología que ha caído en desuso
Existen ejercicios de nostalgia que solo asientan las brechas generacionales. O que dejan claro, sin ninguna clase de velo, que ya no somos los jóvenes de antaño. Cuando ves a unos chavales de primaria desenvolverse con un teléfono de los años ochenta con la misma pericia que un borracho intenta prender un zippo, comprendes enseguida que el calendario no ha pasado en balde. No existe evidencia más palpable del transcurso del tiempo que la tecnología que ha caído en desuso. Las editoriales suelen sacar buen provecho recuperando juguetes, libros y momentos del pasado para vendérselo a los padres de hoy. Los adultos creen que contemplar de nuevo el madelman con el que jugaban, o el Spectrum con el que descubrieron los primeros videojuegos, les devolverá parte del Edén de la infancia, cuando en realidad solo revela el sentido de sus canas. Cuando ves a los niños descubrir que el Monopoly no comenzó como un juego de ordenador, sino de mesa, y encuentran un punto cavernícola al hecho de lanzar dados y desplazar una ficha por el tablero, es que algo ha pasado en nuestras vidas. El Walkman convirtió muchas adolescencias en una segunda parte de «Footloose», pero si alguien todavía conserva en el trastero uno, junto a su juego de casetes, le conviene no dejárselo a los hijos. Correrá el riesgo de quedarse sin cintas y entender a las bravas por qué Seneca escribió «De Senectute». Uno asumió estas pesadas lecciones cuando una colega periodista descubrió que mantenía en casa un viejo plato para escuchar discos. Jamás había visto uno que no fuera en los escaparates y, por descontado, nunca había utilizado ninguno. Le invité a usarlo. Pura cortesía o concesión hacia una mirada cargada de ilusión, pero pronto asumí que algo sucedía cuando en sus manos un vinilo tenía el mismo peligro que un revólver cargado en las manos de un mandril.
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