Pablo Iglesias
El peluquero de Pablo
La pelambrera de Pablo Iglesias ha sido como la chaqueta de pana de Felipe González
Todo el mundo habla del corte de pelo de Pablo Iglesias pero a mí lo que me interesa es quién ha sido su peluquero o peluquera. Si ha acudido a un Marco Aldany para que una desconocida le desligue del compromiso capilar por diez euros o si se ha rascado el bolsillo y ha llamado a un experto «coiffeur» al que le ha soltado cincuenta chapas por la faena. En este asunto hay mucho simbolismo, como en la pintura de William Blake, y según sea quien le haya cortado el penacho nos dice si Pablo todavía guardaba estima hacia su cabellera/consigna o si ha salido, nunca mejor dicho, hasta el moño. No es lo mismo despachar este asunto personal en un establecimiento ordinario y a pie de calle que montar un rito privado en el domicilio con un corifeo para los lamentos y que algún mesías de lo piloso recoja los sobrantes como si fueran los restos de un cadáver político.
La pelambrera de Pablo Iglesias ha sido como la chaqueta de pana de Felipe González, la hoz y el martillo para Lenin o la bandera roja y negra para los anarquistas: más que una estética era todo un programa y casi una disposición anímica. Que a nadie le extrañe que se terminen haciendo posters con ella o estampando camisetas, como se ha hecho con las barbas del Che Guevara, que pasó de metáfora del revolucionario a artículo menudo de los mercadillos. Si algo nos ha enseñado la historia es que el pelo también es política, como los eslóganes y las pancartas. A Julio César le preocupaba que exterminar a la mitad de los pueblos galos no resultara suficiente proeza de virilidad y no ahorraba horas para recolocarse las disminuidas guedejas, no fuera a ser que una mala herencia capilar eclipsara sus méritos ante el Senado. Al otro lado de la Historia aguardan Mussolini, que peinaba su calva otónida con poses cinematográficas, o Donald Trump, que convirtió su pelo en un lema de oro de su campaña.
Esto de haberse cepillado la coleta en unos días de reseca poselectoral no deja de tener su mérito y despertar sus admiraciones. Es un acto de rebeldía, como arrancar diez meses al calendario cuando todavía le quedan once por delante. Lo malo de Pablo es que ha pasado del pelo lacio a uno con ondulaciones que son muy de Borja y que no le dan ninguna adherencia ideológica. En cierta manera es la misma deriva que le llevó de la ropa del hipermercado al chaletazo en no sé dónde. Lo malo de evolucionar es que uno acaba convirtiéndose en diana de sus propias contradicciones. A Pablo lo único que le debe preocupar con toda esta «boutade» es no terminar como aquel Sansón y que, por cortarse el pelo, acabe perdiendo toda su fuerza política.
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