Cristina López Schlichting

Ambiente presivo

La Razón
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Brunete está cubierto de pintadas llamando asesino al padre de Leopoldo López, encarcelado en Venezuela por oponerse al régimen de Maduro. Tras la denigrante algarada de Asturias, este señor tuvo que escuchar cómo uno de los manifestantes le deseaba la muerte a su hijo. Poco después, en mi twitter @crisschlichting, un individuo camuflado bajo el pseudónimo de «Atapuerca» @j0dedor69 reiteraba: «Menuda cara de hijo de puta tiene ese cerdo asqueroso. Ojalá acaben con su hijo». No consigo habituarme a este lenguaje. Entre las consecuencias maravillosas de las redes sociales afloran las terribles hidras del minuto de gloria de personas cimarronas y montaraces que, de repente, adquieren protagonismo. Una corriente de agresividad recorre la sociedad española. A la delegada del Gobierno en Madrid, Concha Dancausa, le han enviado –por prohibir las esteladas en un partido de riesgo– una carta con un anónimo: «Vamos a tatuarte la estelada en la frente». ¿Pero esto qué es? «Ten por seguro –prosigue el texto, que ya está investigando la policía– que de esta no vas a salir indemne. Catalunya no es España». Con torpe caligrafía –porque el mal y la fealdad suelen coincidir– están reabriéndose heridas antiguas, lenguajes viejos repueblan las frases y hay un punto de brutalidad que encuentra amparo en las expresiones de Pablo Iglesias felicitándose de que un manifestante patease la cabeza de un policía o haciendo pública apología de la violencia como signo de masculinidad. Entrar en sostén en una capilla es violento, como es agresivo mostrar violaciones o pancartas sobre terrorismo delante de unos niños que ven títeres. La progresiva legitimación de la fuerza bruta nos retrotrae a Feuerbach o Clausewitz, a los tiempos oscuros de Europa en que nacieron los totalitarismos, al final de la democracia de Weimar. Reconozco mi preocupación. No me gusta la ultraderecha que está surgiendo en Alemania y que ya gobierna Austria. No me satisface Trump, no me agradan Syriza, ni Amanecer Dorado. Me asusta Podemos. En toda esta larga lista percibo una falta de respeto hacia el distinto, una retórica bárbara, una vuelta a la horda satisfecha de sí misma, capaz de implantar su dictadura desde la supuesta supremacía moral, con métodos bestiales. Hoy veremos la estelada flamear en el Calderón y no será un signo de paz, sino una sentencia obligatoria. De nuevo, las banderas enardecerán y empoderarán, hincharán el ánimo y lanzarán al combate. Qué fácil desatar los poderes adormecidos por décadas de diplomacia y consenso, qué difícil reconducir los odios una vez sueltos. Cada uno tendrá que responder de cada palabra, de cada consigna, si las amenazas se concretan. Yo encuentro opresivo el ambiente creado por los nuevos partidos que abominan de la «mediocridad democrática» y de los limitados mecanismos de la Europa pacífica; que aman los horizontes triunfales y mesiánicos y el brillo guerrero. Otra vez los peores Marinetti, Cioran, Alberti. ¿De veras la fuerza y el odio pueden ser una moda rescatada?