Alfonso Merlos
Chivato a la fuga
Ni toleré el GAL, ni lo consentí ni lo organicé». Así proclamó su inocencia ante tal repugnante trama de terrorismo de Estado el presidente González: ni había tenido voz, ni voto, ni opinión en la contratación de sicarios para secuestrar y asesinar. ¿De verdad alguien en su sano juicio le creyó? ¿Y alguien en sus cabales se puede tragar que Rubalcaba no tenía ni idea de lo que se cocía en el «Faisán» para echarle un cable a una execrable banda de verdugos?
Estamos, una vez más, ante la herencia y los horrores del zapaterismo. Las secuelas devastadoras de algo más que una chapuza. Hablamos de un inspector y un jefe policial que habrían recabado o facilitado las actividades o finalidades de un puñado de matarifes; de quienes, presuntamente, desarrollaron una labor nauseabunda de cooperación, ayuda o mediación con las sanguinarias actuaciones de unas incontenibles sabandijas.
España encara un juicio decisivo. Porque lo que se dirime, nada más y nada menos, es la forma en que se limpia una de las manchas más difícilmente borrables de la historia de nuestra joven democracia. Ya sabemos lo que hizo el PSOE durante años: situarse de perfil, cuando no acercarse a la obstrucción del trabajo de la Justicia para el esclarecimiento de tan repugnantes delitos (¡qué obscenidad!). También nos consta el comportamiento heroico del inhabilitado Garzón: meter el dossier en lo más profundo de un cajón para provocar su sueño y su olvido (¡qué canallada!). Pero nada es equiparable al cinismo del actual secretario general de los socialistas. ¿Cuándo sabremos quién dio la orden de perpetrar semejante acto de alta traición? ¿Nunca alcanzaremos a levantarle el velo a ese conspirador, a ese felón, a ese villano? ¿Se anima con alguna pista, apreciado Alfredo? ¿No nos falta en la escena de esta fechoría un soplón, el director de este desafuero, el canalla que salió cobardemente por piernas?
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