Restringido

Costco

La Razón
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Costco, con supermercados semejantes a portaaviones, sigue una política modélica respecto a sus empleados. Sus fundadores, James Sinegal y Jeffrey Brotman, sostienen que debes «tomar la mierda con el azúcar»: lejos de buscar el beneficio rampante crearon un ecosistema de trabajadores bien remunerados, con vacaciones y seguro médico. Costco, de puertas afuera, solicita una cuota anual a sus clientes, y uno no paga la morterada antes de comprar si no tiene la voluntad muy firme de hacerse con todo y en paquetes homéricos. Minimalista en diseño, con suelos de cemento y techos catedralicios, el Costco es tan estadounidense como la hamburguesa o la gasolina barata. Un canto al más es más, la barriga lujosa y el coche épico. Un desmelene propio de un país en cinemascope que si no tiene fronteras por derribar las imagina. Los enemigos de EE UU, que envidian su epopeya, critican a menudo su bulimia. Pero difícilmente habría puesto en la Luna al hijo de un auditor de Wapakoneta, Ohio, sin esa exaltación por la conquista, la democracia y el cine. El Costco, situado en zonas apartadas, transforma su marginalidad geográfica en la fortaleza del reino periférico que una noche va y conquista naciones mediante una ambición desprovista de hilo musical. Poligonero y salvaje, trae incorporado el culto al automóvil, la autopista amazónica y el remolque. Más que a comprar, al Costco vas de razia. A lo Patton sobre un blindado contra la Wehrmacht. Nosotros somos socios desde que nació Max. Visitarlo provoca una suerte de euforia o deliro al que cualquier día le pondrán nombre en el DSM-IV, que es el manual de las dolencias psiquiátricas. Entras para comprar mermelada, aceite, kétchup o pañales y en media hora acumulas tantos víveres que podrías cachondearte de un holocausto nuclear.

Si no te achicharran las bombas sobrevivirás al desparrame del invierno atómico tan ricamente en tu despensa. ¿Sale a cuenta? Sí, incluso si lo que ahorras lo quemas luego mediante el coleccionismo de bandejas de pollo en número suficiente para cebar dragones. Khaleesi sería socia. Igual que muchos americanos. Consagran así una revolución del bolsillo que rinde culto a la abundancia. En el Costco de Brooklyn, el que yo conozco, Nueva York en pleno fluye por sus pasillos. Del aristócrata del metal al obrero chino que no apea el caliqueño, de la secretaria de Wall Street al pintor que pasea perros para llegar a fin de mes, todos compramos allí. Bajarse al Costco, un sábado por la mañana, equivale asistir a un pleno asambleario de clientes atareados como abejas. En América, donde los frigoríficos tienen las dimensiones de un sarcófago, los refrigeradores sufren de horror vacui y hay que rellenarlos con lo que sea, café por kilos o huevos por centenares. Teorizaba más o menos Umbral que a Gómez de la Serna le salía una escritura sabrosa y redonda fundada en su gusto por la comida. Cuando supe que Costco desembarca en Madrid comprendí que la crisis boquea. La crisis como un estado de ánimo, quiero decir. El optimismo, que falta nos hace, empieza por creerse rico a base de acumular botes de mayonesa.