Pedro Narváez
El Bertinato
Algunos críticos, un saludo, compañeros, desde aquí, andan enfadados, el ceño fruncido, la dignidad herida, el verbo hirsuto, revueltos como si hubieran insultado a su intelecto que como todos sabemos rebosa el título de Periodismo, esa barra libre, porque Bertín Osborne, su antihéroe, vade retro al «pijo de Jerez», no metiera en la cazuela con agua hirviendo a Mariano Rajoy, la viva imagen del centollo y, sin embargo, le sacara lo que todos andaban buscando, el envés del plasma. Bertín se defiende solo, gasta lengua viva, genio enérgico y arrestos de capataz, y además la noche del miércoles lo vieron en algún momento 8,5 millones de españoles, por lo que le resbalarán las críticas y aun más los elogios. Lo siento, ha ganado. ¿No es el pueblo soberano? Echaron de menos a un entrevistador con cara estreñida que le pusiera en un brete para luego titular un pedo. Bertín no es David Frost ni Rajoy es Nixon. Ni quieren. La semana anterior le visitó Pedro Sánchez. El mismo formato, la misma conversación amable, las entrañables fotos del personaje subrayadas con música al estilo Coldplay, su mujer Begoña en el paradigmático papel de compañera del guerrero, el sofá con los cojines amarillos en el regazo, y entonces no gastaron los críticos esa escopeta enfurruñada con la que intentaron dejar en ridículo al anfitrión y a su invitado. Malpienso que era la primera vez que veían el programa. Muy mal por dar la espalda a un fenómeno sociológico que se midió cara a cara en el plató de «El hormiguero» con el otro «monstruo» que es Pablo Motos. El esquema es el mismo con variaciones mínimas, un corta y pega, pero ya entraba en su guión que había que machacarles porque dos señores conservadores en la cocina comentando que sus mujeres son las que cocinan –como sucede en la mayoría de las parejas de España, una pena que esa pregunta no entrara en el cuestionario del CIS– era para poner el grito en este cielo contaminado de mala leche. Hay quien se ha atrevido a escribir sin que en ese momento el teclado le hiciera cosquillas que ¡la casa de Bertín es de derechas! Eso sí que es la pera y no ser presidente del Gobierno. Fue entonces cuando los dedos se me hicieron huéspedes. Un comentario de altura intelectual interminable que tal vez requeriría una tesis para determinar cómo son las casas de derechas y las de izquierdas. Si la de Manuela Carmena o la de Pablo Iglesias. Menos las que salen en el «¡Hola!», España se decora en Ikea, que en «El club de la lucha» era un ejemplo del borreguismo capitalista. En qué quedamos. Bertín gusta porque no se tira el pisto del libro de citas y gana en autenticidad a los que siempre se ponen de ejemplo, a los políticamente correctos que creen que para no ser machista hay que decir compañeros y compañeras, jóvenes y jóvenas, y así. El éxito de la fórmula Bertín no es tan difícil de entender, lo que resulta complicado es seguir el hilo argumental de los que entienden la última de David Lynch y no el programa, y entonces buscan teorías sicalípticas sobre la España esencial que le desbaratan la rebelión que creían a las puertas. La otra España esencial es la de Ramoncín, pero quién sabe si para abrir las puertas de su casa habrá que ir a la cárcel como hacía Jesús Quintero cuando visitaba a presos célebres.
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