Restringido
El partido tradicional ha muerto
La derecha española debe actualizarse. Estamos en la tercera oleada de cambio en la naturaleza de los partidos desde que hay democracia en Europa. Primero surgieron los partidos de masas, a comienzos del siglo XX, para adecuarse al sufragio universal y a la irrupción de los populismos y totalitarismos. Luego, tras 1945, aparecieron los partidos catch-all («atrápalo todo»), copiados de Estados Unidos, centrípetos y transversales en sus propuestas. Ahora, con el cuestionamiento de las democracias tradicionales, la disolución de las lealtades partidistas y la volatilidad del electorado, estamos en otro momento. La idea de un partido como una organización cerrada, compuesta por políticos profesionales, endogámicos, casi hereditarios, intocables, que funciona como una empresa que presenta un candidato y un programa atractivos para que lo compren los electores, ha muerto.
El nuevo modelo es un actor político que surge de la sociedad civil. Es lo que el politólogo Herbert Kitschelt llama «partido-movimiento», cuyo origen está en América Latina, y que ya ha llegado a la Europa del Sur. Los procesos son similares. El escenario está marcado por unas instituciones y partidos que no son capaces de dar respuesta a los problemas sociales generados por la crisis. Surgen entonces movimientos sociales que organizan a la gente en torno a la defensa de una idea o un interés frente al establishment. Esos grupos articulan a la parte más activa de la sociedad civil, consiguen gran visibilidad por el control de las redes, los acciones colectivas callejeras y la complicidad de algunos medios de comunicación, y se apropian de conceptos como «pueblo» o «democracia». Cada uno de ellos tiene un objetivo limitado –Sanidad, Educación o vivienda– que les da la apariencia de ser autónomos y espontáneos, pero en realidad comparten ideología, fines políticos y cuadros.
El entramado de colectivos, mareas y movimientos sociales se convierte a continuación en la plataforma de un partido; en el caso español, Podemos, que genera un relato nuevo del pasado (la Transición) y del presente (el «régimen del 78»). El objetivo es disputar la legitimidad de la representación popular. Hasta ponen en marcha un lenguaje distinto y poderoso basado en la lógica «arriba-abajo», «pueblo-oligarquía», «ciudadanía-casta». Ese dominio conduce a que el PP, por ejemplo, hable en tercera persona del singular –«el partido dice...»–, mientras que la nueva izquierda lo hace en primera del plural: «podemos», «somos», «ganemos». Es una victoria, porque la palabra crea una imagen, y ésta un discurso y una acción política.
La clave, y aquí reside el éxito de Podemos, es la problematización de los hechos sociales. Se trata de la actualización del pensamiento del comunista Antonio Gramsci que han hecho Laclau, Mouffe y la Escuela de Essex. El plan es articular grupos diferentes en una dirección política unitaria y nueva, que genera una identidad diferenciada, la del pueblo («nosotros») contra la oligarquía («ellos»), siguiendo el patrón amigo/enemigo y rentabilizado en un único partido que marca la «hegemonía», la interpretación de la sociedad y la acción posible. Esta estrategia ha absorbido a las organizaciones sociales, luego a los partidos tradicionales de la izquierda, como IU, y lo hará con el PSOE.
La relación con los movimientos sociales y el control del discurso a través de la buena relación con algunos medios de comunicación han permitido a Podemos y compañía crear un escenario nuevo; es decir, una visión del mundo convertida en el objeto de discusión incluso para los adversarios. Marcan la agenda, los conceptos y los temas de debate. En conjunto, la visibilidad y la determinación de dicho campo de juego les proporciona la legitimidad que desautoriza a los demás partidos.
Esa naturaleza híbrida, entre partido y movimiento, además, se sostiene por un liderazgo carismático investido de autoridad moral y formal para hablar en nombre de un «todos», junto a un liderazgo horizontal basado en asambleas donde tienen voz las organizaciones sociales. Así, lo «particular» –un desahucio, por ejemplo– se convierte en «universal» –un proyecto de cambio de régimen–. Por eso era lógico que a las elecciones municipales y autonómicas el conglomerado de Podemos se presentara con otras siglas, la de los movimientos sociales, mientras que a las generales lo hará en una candidatura de «unidad popular».
No se trata de que la derecha española adopte una estrategia gramsciana, sino que asuma que ya no puede ser un partido tradicional, cerrado, de escaparate, y fiarlo todo a la economía. El escenario ha cambiado. Es preciso abrirse a la sociedad civil, fomentar el asociacionismo vinculado, como en el mundo anglosajón, mejorar la comunicación, y tener presencia en la vida social, sin complejos ni miedo –por ejemplo, en la universidad pública–. De no ser así, los populares seguirán jugando en campo contrario, siempre a la defensiva, en un escenario político impuesto por el discurso y la movilización de la nueva izquierda, esperando la derrota por la mínima. No debería ser difícil para un partido, el PP, que dice tener más de 700.000 afiliados.
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