Cristina López Schlichting
El sótano negro
Si me toca purgatorio después de esta vida –será inevitable–, ruego no se me asigne como castigo diseñar una ley española de educación. ¡Eso sería un infierno! Creo sinceramente que lo que hace fascinante una asignatura es su maestro. Amamos las materias que nos enseñaron a amar. El mejor sistema educativo es el de Finlandia, cuyos profesores pasan durísimos exámenes, han de tener nota media de 9 y reciben 8.350 horas de formación, frente a las 6.250 españolas. Un profesor de Secundaria estudia allí tantos años como aquí un médico. Porque los finlandeses creen que la mente no es inferior al cuerpo. Supongo que nada de esto se planteará jamás en España, donde nos limitamos a cambiar las leyes de enseñanza pero no el sujeto que las aplica. La Lomce es la primera reforma de la derecha, después de una serie enloquecida de reformas socialistas nacidas todas de la convicción de que la educación es un instrumento para la reforma social, un vehículo para lograr lo que Alfonso Guerra definía como «que a España no la conozca ni la madre que la parió». Así las cosas, elevar el nivel académico, inculcar una cultura del esfuerzo o reforzar la autoridad del maestro exiga un esfuerzo titánico que choca no sólo con continuas manifestaciones políticas, sino con un muro de obstáculos alucinantes, como reclamaciones de las autonomías con lengua propia, batallas ideológicas contra la escuela concertada y la Iglesia, o prejuicios sobre la formación profesional. Agotador. No es de extrañar que la «ley Wert» nazca entre quejas. Es lo único que aportamos los españoles a la educación. En las calderas de Pedro Botero hay un sótano negro en el que te obligan a componer un sudoku con seis lenguas diferentes, otros tantos modelos políticos y una historia de guerras civiles. Es el de la condenación eterna.
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