Alfonso Ussía
Graznido de jilgueros
Nada me entristece más que el desamor en una joven pareja cuyos corazones han latido al unísono. En mis amaneceres norteños, que tanto añoro apenas recién abandonados, disfruto observando el vuelo y el canto de los pájaros. En aquel rincón del paraíso, cantan los ruiseñores, los jilgueros y los petirrojos. Y de cuando en cuando, graznan los córvidos, siempre desagradables. Para mí, el desamor puede figurarse como un vuelo alegre de jilgueros que, inesperadamente, mutan en cuervos y cambian la armonía por los graznidos y el placer por las miradas de desafecto.
Como Tania y Pablo.
La manifestación pública del desamor me desazona. Padecí lo indecible años atrás con la ruptura inesperada con desenlace de separación protagonizada por Belén Esteban y su torero. Siempre confié en la reconciliación, pero no se produjo el ansiado milagro. El camino del amor se bifurcó en dos sendas trazadas por el olvido.
Como Tania y Pablo.
Tania y Pablo fueron para mí el más bello ejemplo de amor en una pareja de izquierdas, que son parejas solidarias y sostenibles. Él, dirigente del movimiento emergente contra la casta, y ella, humilde concejala de un ayuntamiento periférico de Madrid. Él, la novedad, y ella, la tradición del PCE, firme como un junco rubio que distinguía a la perfección entre el viento del amor y el vendaval de las ideas. «Jamás abandonaré Izquierda Unida para entrar en Podemos. Y punto».
Pronunciada la «o» final de «punto», abandonó a Izquierda Unida y se afilió a Podemos, donde su jilguero volaba trinador y altivo. Pero algo sucedió. A Tania se le nubló la mirada y a Pablo le crecieron las alas hasta alcanzar dimensiones prohibidas para los jilgueros. Intenté por todos los medios reunirlos de nuevo, pero fracasé con estrépito. Y cuando confiaba en la posibilidad de un enfriamiento más de una pareja que se devuelve los regalos civilizadamente, surge el golpe. Tania se une a Rita, el amor de Íñigo, y se postula a espaldas de Pablo para liderar «Podemos Madrid». Lo describe magistralmente la que fuera prometedora novelista de la «Nouvelle Vague» francesa, la autora de «El Estanque de las Garzas», la joven bordelesa fallecida prematuramente Madeleine Du Pinot-Longpipette. «Aguardaban sentados el retorno de las garzas. Juntaban sus manos y sus labios. Él acariciaba la cascada dorada de trigo de sus cabellos, y ella su coleta, que le recordaba al rabo travieso de una ardilla. Hasta el día aciago de la brusquedad. Él le dijo que amaba a otra mujer, y ella juró venganza. Las garzas, compungidas, morriñosas y magantas, alzaron el vuelo y jamás volvieron a su estanque».
Difícil transcribir tan bellísimo tramo literario sin experimentar la humedad que anuncia el curso de las lágrimas.
La realidad es así y no hay que darle más vueltas. Se ha desvanecido el vuelo de los jilgueros y Tania le ha devuelto la destemplanza a Pablo. No es hoy un día para la broma. En su amor nos veíamos todos dibujados con trazos del ayer y del mañana. No es la primera vez que sucede en la historia de la humanidad. Recuerdo vagamente, siendo niño, a mi tío Manuel, con los ojos brillantes, cuando contaba a mis padres el abandono del hogar conyugal de su mujer, la tía Elisa. Él llegó de trabajar, le pidió a tía Elisa que le preparara la copa vespertina, y de golpe y porrazo, sin previo aviso, le espetó: «Que te la prepare tu madre. Ahí te quedas, Manolo». Marcó mi adolescencia.
Creo que debemos intentar superar este desasosiego. La ruptura del amor. La mujer que devuelve inesperadamente el golpe del reciente pasado. El vuelo cantarín y alegre de los jilgueros que mutan en grajos. Del amor al odio.
Tania y Pablo.
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