Restringido
Independentismo y agravio
La crisis económica que hemos padecido, y seguimos padeciendo en España, nos ha impedido ver, con la rotundidad que lo hemos hecho con ésta, otras crisis que también padecía nuestro país: la política, la institucional y la de valores, de tanta importancia como la anterior.
Para abordar la crisis económica se ha acometido un conjunto de medidas y de reformas estructurales que eran imprescindibles para combatirla, algunas, con evidente coste social y con gran desgaste político, pero gracias a las cuales hoy nos permite verla por el retrovisor, cada vez más alejada.
Frente a las otras crisis era tan importante, o incluso más, actuar con determinación y con una estrategia política que permitiera situarlas también en el centro del debate y de la acción de gobierno, por que su relevancia e importancia para la estabilidad y recuperación del país era igualmente importante.
Esas crisis, a diferencia de la económica, que tenía un alcance internacional, eran propias de España, y se agravaron como aquélla por parte del Gobierno socialista que no sólo no las acometió, sino que las agravó no reformando la Administración, debilitando de manera suicida la idea de la nación y jugando de manera irresponsable con el modelo territorial recogido en nuestra Constitución.
España necesita un nuevo código de convivencia nacional, una nueva cultura que nos haga tener valores morales colectivos como los que tienen las grandes naciones, que les permiten ser fuertes y tener una posición relevante en el mundo. Necesitamos con urgencia que dejemos hablar de lo que es de cada uno para hablar de lo que es de todos, y que empecemos a buscar de una vez por todas lo que nos es común, que es infinitamente más que lo que nos diferencia.
Siempre es necesario estar unidos. Unidos todos somos más fuertes. Y en el contexto en el que vivimos se hace especialmente necesario, pues hay muchos competidores que prefieren vernos débiles. Se engaña y engaña quien crea y quien diga que puede ganar más yendo solo, porque no es verdad. Si estamos unidos, seremos más fuertes, y si no lo estamos, perderemos todos. Una España dispersa y dividida no otorga solvencia ni genera crédito.
Nuestro proyecto común es España y a todos nos interesa fortalecerla. Un proyecto que se ha forjado durante siglos y que en los últimos 40 años ha permitido que las regiones tuvieran unas cuotas de autogobierno sin parangón en nuestra historia, ni en el derecho comparado con países federales o confederales.
Un debate sobre nuevas atribuciones o sobre mayores recursos financieros es habitual en países descentralizados, y es lógico que se produzca. Sin embargo, el debate, el pulso, el desafío que se plantea en nuestro país desde Cataluña no es clarificar, racionalizar o mejorar nuestro modelo territorial. Lo que se plantea, directamente, es romperlo. Que Cataluña declare unilateralmente su independencia y se separe del resto de España, saltándose la Constitución, la Ley y la democracia.
La independencia de Cataluña no se puede plantear, y menos de esta manera, pues carece de cualquier fundamento legal. Tampoco sobre la base de un fundamento histórico, que se apoya en la manipulación que de la historia se hace por los nacionalistas. ¿Por qué entonces se plantea ese debate como solución final? Siendo benévolos y hasta hace muy poco tiempo, porque pensábamos que querían enmascarar los resultados de su pésima gestión envolviéndose en banderas independentistas y acusando a los demás de un permanente agravio hacia ellos. Pero ahora sabemos que el objetivo para una gran parte de sus impulsores ha sido el ocultar los desmanes de un régimen del que se apuntó ya algo con la denuncia del «3%», y que hoy ha reventado con toda su virulencia con los hechos que día a día conocemos.
Hay datos más que suficientes para rebatir la posición victimista de los nacionalistas y el recurso del agravio, un debate forzado, falso, tergiversado e intencionado que no se compadece con la simple comparación de los datos de la contribución a la solidaridad entre las distintas comunidades, o de lo que reciben unos y otros del modelo de financiación en relación a lo que pagan por impuestos sus ciudadanos en sus territorios, o de las inversiones que se hacen por el estado en cada caso.
Históricamente tampoco es sostenible. Cataluña y el País Vasco han sido desde principios del siglo XX los centros industriales más pujantes de nuestro país. Sin duda debido al buen hacer de vascos y catalanes, pero también a una legislación estatal de aquella época favorecedora y proteccionista de sus productos e industrias.
La llamada influencia de la «burguesía catalana» consiguió muchos logros para Cataluña, como la implantación de grandes industrias allí. Y ya en el periodo democrático todos conocemos el poder y la influencia del nacionalismo vasco y catalán, que durante mucho tiempo sirvieron de refuerzo de mayorías parlamentarias insuficientes de los partidos nacionales, a los que dieron su apoyo a cambio de atraer para sus regiones inversiones y ventajas.
El agravio del que tanto hablan no ha existido. La situación de cada comunidad autónoma después de 30 años de Estado autonómico ha sido fruto de sus propias decisiones, las de sus ciudadanos y las de sus gobiernos libremente elegidos en las urnas. Hay regiones que han crecido y otras que se han estancado, y la diferencia ha sido las políticas que en cada caso se han llevado a cabo. Unos buscaron como objetivo crear riqueza y oportunidades, y otros se han dedicado a otras cosas que hoy sabemos que, además de llevar a una situación económica de casi quiebra, escondían unos intereses económicos espurios que parecen estar –éstos sí– detrás de esa permanente referencia al inexistente agravio.
Ni necesitábamos una modificación del sistema territorial para justificar un presunto agravio económico, corregible en su caso por un nuevo sistema de financiación que conjugará el papel nivelador y redistributivo del Estado con la prestación por parte de las regiones de unos servicios públicos de calidad, garantizando que las comunidades que más recaudan no reciban una financiación por habitante por debajo de la media, ni menor a la que reciben las que recaudan mucho menos que ellas.
Ni por supuesto eso justificaba la deriva independentista que vivimos y la vulneración flagrante de la Ley, la Constitución y el Estado de Derecho. Y lo más lamentable es que lo que parece estar detrás de muchos de ellos es escapar a las responsabilidades judiciales que se derivan de los desmanes que hoy hemos conocido.
Ante esta situación hoy podemos entender mejor el que no haya habido diálogo posible entre el Gobierno catalán y el Gobierno de España por cuanto que lo que se pretendía no era posible. Y la mayor garantía del fracaso de un diálogo es que una parte lo condicione a algo que es imposible. De ahí que, al demostrarse que lo que se pide es contrario a la Ley, lo que se hace no es reconsiderar la petición como parece lógico, sino imponer que se cambie la ley, y además por un procedimiento al margen de la misma.
De ahí que sea necesaria, y cada día más acuciante, una respuesta contundente desde la Constitución española y desde instituciones del Estado, con el Gobierno a la cabeza. Desgraciadamente, la cordura ya se ha perdido por parte de algunos. Ahora sólo queda la Ley. Y ahora solo importa el futuro, y éste está condicionado por la solución que demos a esta cuestión.
La historia de Cataluña es la historia de España. Los grandes proyectos históricos se han hecho siempre ampliando horizontes, no replegándose. Los españoles –catalanes y no catalanes– sentimos como nuestras también las tradiciones, la lengua, la literatura, el arte, el pensamiento, el territorio y la riqueza de Cataluña, por que todo ello pertenece a la historia y la cultura española.
España es una nación pluricultural donde la integración de las distintas culturas y territorios forma una unidad que es mucho más que la simple suma de las partes. Y esa historia en común es la que ha llevado a que la cultura de cada región forme parte del patrimonio de todos.
Un catalán como Dalí representa ese patrimonio común de todos los españoles, al igual que lo hacen un malagueño como Picasso, un aragonés como Goya, un valenciano como Sorolla o un madrileño como Juan Gris.
Francesc Cambó decía que «siglos de convivencia, de disfrutar de las mismas bienandanzas y de sufrir los mismos desastres hacen que España sea una cosa viva, que no sea únicamente poder, sino que sea sustancia».
Sinceramente creo que ninguna generación tiene derecho a destruir esa sustancia histórica forjada durante siglos de vida en común. Por eso este desafío debe afrontarse con contundencia para rechazarlo y derrotarlo definitivamente. El futuro en un mundo globalizado como el que vivimos requiere naciones fuertes y unidas, que permitan competir de igual a igual con los demás. Si no lo abordamos, si no lo vencemos, el esfuerzo que hemos hecho para superar la crisis económica será en vano, y se agravarán las otras crisis pendientes.
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