Restringido
La hora de Felipe VI
Por primera vez en la historia de la democracia española nadie ha tenido motivo esta vez para cantar victoria al conocer el resultado de las urnas. Con los datos en la mano, la formación de gobierno aparece, de entrada, bloqueada, en un momento en el que España se enfrenta a poderosos retos: la superación de la crisis, la creación de empleo, el agudizado problema catalán, la reforma constitucional, la amenaza terrorista, etcétera. La montaraz actitud de Podemos, el nuevo movimiento político de izquierda, fronterizo del separatismo, está resultando un incordio peligroso, en vez de una ayuda exigente y razonable para mejorar el funcionamiento de las instituciones. Si no reconsidera sus «líneas rojas» –¡rojísimas!–, quedará aislado, rehuido de todos y condenado en poco tiempo a la insignificancia. Desde luego, con su actitud y sus mareas impide cualquier gobierno de izquierdas, salvo que el PSOE opte por el suicidio y por la destrucción del orden constitucional. Lo único que han dicho en serio hasta ahora los socialistas es que impedirán la investitura de Mariano Rajoy y parece que extenderán el veto a cualquier otra figura del Partido Popular, siguiendo estrictamente las normas de la vieja política. Como se sabe, para que salga adelante un gobierno en minoría encabezado por el partido que ha ganado las elecciones no basta, por razones de aritmética parlamentaria, con la abstención de los cuarenta diputados que logró el domingo Ciudadanos. Y cualquier reforma constitucional de la izquierda se encontraría con el bloqueo popular tanto en el Congreso como en el Senado.
Así están las cosas. El Rey Felipe VI tropieza con el primer gran reto de su mandato. Él es el símbolo de la unidad y permanencia del Estado y el encargado de arbitrar y moderar el funcionamiento regular de las instituciones. Ésta es su tarea, que tendrá que llevar a cabo con toda la prudencia y discreción necesarias, pero con eficacia. Sobre sus regios hombros pesa el deber de desbloquear de la mejor manera posible esta situación, que ya está perjudicando seriamente los intereses de España. De su habilidad para salir de esta difícil encrucijada puede depender el éxito o el fracaso de su reinado. Habrá que superar los hábitos del pasado y el exceso de personalismo de las formaciones políticas y trabajar sobre programas y objetivos concretos. El Monarca contará con el claro mandato de las urnas: los españoles exigen pactos y un proyecto ilusionante de futuro. Los nombres son lo de menos. En las presentes circunstancias, lo mejor sería un gran gobierno de coalición –algo normal en los países más avanzados de nuestro entorno europeo–, formado por las fuerzas constitucionales, viejas y nuevas, y encabezado por una figura indiscutible, aceptada por populares, socialistas y ciudadanos. El partido liderado por Albert Rivera podría jugar un papel fundamental en esta gran operación de Estado.
El 29 de junio, festividad de San Pedro, a las 9.30 de la noche, se sentaban a la mesa en Casa Lucio el Rey Juan Carlos, el presidente Rajoy y los ex presidentes vivos, Felipe González, José María Aznar y José Luis R. Zapatero. La cena fue a la vista de todos. El menú consistió en jamón, ensalada de tomate y ventresca, los famosos huevos rotos de Lucio y solomillo. Sobre los manteles se prefiguró esa noche, con medio año de adelanto, este gran gobierno.
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