Política

Manuel Coma

La llaga ucraniana

La llaga ucraniana
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Los ucranianos votan hoy por el futuro de Europa casi tanto como por el suyo propio. Ambos futuros están vinculados, así como el de Rusia, que enlaza los otros dos en un todo inextricable. A pesar de lo mucho que está en juego, las elecciones parecen no tener morbo mediático, lo mismo que últimamente el grave problema que borbotea en el país desde comienzos de año, salpicando las caras de la OTAN y la UE. Si sangra hay titular, reza un dicho periodístico americano. Y si no, no, habría que añadir. Muerto a muerto la cuestión ucraniana ha ocupado la portada de los medios occidentales, con infinitas especulaciones sobre los propósitos de Putin. La violencia deja de ser noticia, en todo caso mucho menos que Gaza o el Estado Islámico. Putin, por su parte, da un respiro, porque ya tiene lo que de momento quiere o porque le conviene para la siguiente arremetida.

Las presidenciales en mayo crearon un poder cuya legitimidad era indudablemente democrática y pusieron sordina a la insidia moscovita de que los separatistas luchaban contra opresores fascistas. Pero nada sustancial quedó arreglado. El conflicto en el Este siguió empeorando hasta los 3.000 muertos y un millón de desplazados, en una esquina de Europa, pero en Europa. Las parlamentarias corroborarán la primera conclusión –gobierno representativo–, pero por desgracia también la segunda –guerra larvada–, porque el mayor enemigo de Ucrania es el desastre interno, lo que facilita los desaprensivos manejos de Putin frente al ilusorio amigo europeo. Putin no va tanto contra Ucrania como contra Europa y el orden internacional de inspiración americana y principios liberales, que no sólo él sino también muchos rusos consideran una imposición contraria a sus valores y a sus intereses nacionales. De ahí se deriva el beneficio que el dirigente ruso espera obtener para su régimen y su posición personal, pero eso ya es otra cosa.

El fracaso de Ucrania lo es de Europa y, consiguientemente, constituye una victoria para el Kremlin. La pusilanimidad europea, todavía mayor que la del Washington obamiano, no es atribuible a la falta de medios para pararle los pies a Putin, ni a que nuestros dirigentes sean hoy mucho más cobardes que los de cualquier otra época. Lo que cuenta son las mentalidades y la de los que nos gobiernan son un trasunto de la de los pueblos que los eligen. La posmodernidad tiene sus razones y ventajas, pero hace estragos cuando trata con pueblos y gobiernos empantanados en lo premoderno. Lo de que todo se arregla con el buen rollito diplomático, la evidente superioridad de los derechos humanos y las prédicas sobre las grandes ventajas que supone en las relaciones económicas atenerse a los segundos y practicar lo primero les parece a los rusos algo tan increíble que no puede ser más que pura hipocresía con la que Occidente trata de apuntalar su preminencia. Y Putin lo cree y lo explota.