Luis Suárez

La memoria de Pío XII

La memoria de Pío XII
La memoria de Pío XIIlarazon

Muy abundante es la documentación que se viene publicando en torno al pontificado de Pío XII. Recientemente un libro de investigación destaca de qué modo transfirió los fondos de que la Santa Sede disponía en Alemania a otros países y en especial a Estados Unidos, calificando el gesto como si fuera una demostración del error muchas veces cometido que le presentaba como amigo de Alemania. Puntualicemos: Eugenio Pacelli quería a Alemania, donde fuera desde 1917 nuncio primero en Múnich –aquí corrió el peligro personal a manos de los espartaquistas– y luego en Berlín. Por eso es cierto: precisamente porque quería entrañablemente a Alemania, comprendía muy bien el tremendo rigor de la tormenta que el neopaganismo nazi significaba para este país y cuantos con él estuvieran en relación. No debemos confundir las cosas.

Veamos algunos detalles. La tacha fundamental que se esgrime es que el primer concordato con Alemania, que Pacelli negociara, fue firmado por Hitler, en 1933, porque, habiéndolo encontrado sobre la mesa preparado por Von Papen y los del Centrum, le parecía una buena oportunidad para servirse de la Iglesia por quien ahora era Secretario de Estado, condenara al fascismo y a todos los regímenes semejantes. El concordato, como todo lo que firmaba el Führer, fue incumplido desde el primer momento. En 1935 Edita Stein, ahora carmelita Teresa Benedicta de la Cruz, envió a Pacelli una carta para que la entregase al Papa. Quienes hemos tenido el privilegio de conocerla no retiramos la memoria del horror que invadía a aquella monja que iba a ser la primera mártir cristiana que murió por ser judía. Cuando Pacellli la entregó al Pontífice, éste alzó las manos hasta la cabeza y pronunció estas significativas palabras: «¡Pero si todos somos judíos!». Estamos en 1935, cuando por el mundo entero abundaban los que alababan al «cabo de Bohemia» que había sabido sacar a Alemania de la depresión. Y la Iglesia, adelantándose a todos, comenzó a preparar –de hecho fue Pacelli el autor– una encíclica escrita en alemán, «Mit brennender Sorge» que reflejaba la «angustiosa preocupación» que al Vaticano embargaba. Publicada en marzo de 1937, fue completada cinco días más tarde por la encíclica «Divini Redemptoris» que condenaba el comunismo. Pacelli, pues, antes de asumir los deberes del Pontificado, había asumido una posición clara, tajante y dura, lo que no hacían los gobernantes de entonces. Desde el comienzo de las hostilidades, Pío XII hizo todos los esfuerzos posibles para conseguir que éstas se detuviesen dando paso a negociaciones. La guerra era calificada por él como mal absoluto y la paz el único resquicio para el entendimiento entre los pueblos. Cuando la aviación aliada bombardeó San Lorenzo extramuros, el propio Papa sacó todo el dinero que quedaba en las cajas fuertes del Vaticano y fue personalmente a llevarlo a los damnificados, consolando a las madres que tenían a sus hijos muertos en brazos. Así era el serio y hermético Pacelli, un santo en el fondo. El Vaticano, y los centros religiosos, se convirtieron en alojamiento para los que conseguían huir de la persecución o para los judíos. De esto la «longa manus» era entonces Montini que, entre otras cosas, contaba con la colaboración del embajador español Domingo de las Bárcenas que no rehuyó ni siquiera el peligro de atravesar Roma de noche, cuando estaba ocupada por los alemanes. Se trataba de una gestión política extraordinariamente delicada. El Papa tenía que evitar que las autoridades nazis conociesen el nombre de los posibles perseguidos ya que eso significaría entregarlos a sus verdugos. Quienes, sirviéndose a sí mismos, pretendían que el Papa hiciera declaraciones públicas, no tenían esto en cuenta. El silencio era la forma prudencial más importante. Pero el embajador inglés pudo instalarse en el Vaticano, permaneciendo allí, y a través de la embajada española se mantuvieron comunicaciones. Roosevelt no contaba con embajada en el Vaticano. Por eso recurrió a los servicios de uno de sus colaboradores personales, Myron Taylor. No puedo explicar de que medios se valía para cruzar las líneas pero actuaba con entera libertad. Algunos de los viajes de este curioso personaje, que contaba con documentación vaticana y no diplomática, tuvo como meta España en donde se estaba haciendo el giro que permitía apartarse de la influencia alemana para buscar una aproximación a Inglaterra. No debemos olvidar que para los aliados el régimen español era entonces inaceptable. Desde 1944 un grupo de militares y políticos alemanes comenzó a preparar una solución radical: había que acabar con la vida del Führer ya que de otro modo era imposible iniciar negociaciones de paz. El atentado, que von Stauffenberg preparó en el cuartel de Hitler, quedó fijado para el 20 de julio a la una menos cuarto del mediodía. Pues bien. La tarde del 19 Myron Taylor se personó en el despacho de Bárcenas para preguntarle si, en el caso de que se iniciasen negociaciones con Alemania se podría contar con España para la celebración. Sin dudar un minuto Bárcenas dijo de todo corazón que sí. Tomó luego el teléfono y avisó a Jordana que habló con Franco y remitió un mensaje contundente: con todo el corazón y con toda el alma; nada interesa a España tanto como la paz. La respuesta del ministro llegó tarde. Alguien, en aquella reu-nión de Prusia, empujó la cartera de Stauffenberg y cuando el artefacto estalló, murieron algunas personas pero no el Führer. Los conjurados, incluyendo a Rommel fueron severamente castigados. Es una muestra de hasta qué punto, secretamente, Pío XII estaba comprometido en lograr la paz y salvar también a Alemania permitiéndola escapar de la terrible trampa a que el nacionalsocialismo la había llevado. Por cierto: el Partido Nazi se llamaba Partido Socialista Obrero Alemán. La N la introdujo Hitler al llegar al partido.