Cristina López Schlichting

La mujer muda

La Razón
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A principios de agosto la mujer estaba pasando un calor horroroso en el hospital de Mosul. La llanura de Nínive alcanza en verano los 50 grados. Pensó que, de haberlo sabido, no hubiese elegido esas fechas para operarse de cadera, a los 69 años. A ciertas edades uno regula peor la temperatura del cuerpo. Por el transistor seguía con preocupación el avance de la guerra en Irak cuando el locutor levantó la voz para anunciar la tan cacareada ofensiva del Daesh. «Esos malditos –reflexionó– con razón visten de negro como los cuervos. Degüellan a los jóvenes en anfiteatros, a la vista de los niños; sumergen a los prisioneros de guerra en jaulas, en el río, hasta ahogarlos; violan a niñas y mujeres. Y todo lo filman, sádicamente, para difundir su terror». Llegó la noche caliente y las noticias arreciaron. Los del ISIS habían tomado la ciudad y apremiaban a someterse a las normas de la guerra santa, la yihad. Los cristianos como ella tenían que convertirse al islam o someterse al impuesto religioso, decenas de miles de euros por familia. Quien no tuviese el dinero –y ella, desde luego, pobre viuda, no lo tenía– debería abandonar la ciudad. ¿Pero cómo, en su estado? El 6 de agosto los mujaidines irrumpieron en el hospital y fueron por las habitaciones, arma en ristre, comprobando pasaportes y exigiendo alabanzas a Alá. Ella no supo renegar de la fe, así que tuvo que salir, renqueando con las muletas. Los llevaron en autobuses hasta la linde del desierto, sin más equipaje que lo puesto. Se veían caravanas de coches particulares, con colchones, mantas, carritos de bebé, lo que las familias habían logrado sacar de Mosul. Atrás quedaron casas, trabajos, colegios. Salieron 120.000 cristianos de la ciudad hace exactamente dos años. En los controles, los del Daesh arrancaban los pendientes a los bebés y requisaban el dinero en efectivo. La llanura entera de Nínive, cristianizada en los tiempos de los primeros apóstoles, quedó desierta de nazarenos. Ni una campana volvió a repicar. La mujer bajó del autobús bajo un sol ardiente y se cubrió con un pañuelo, aunque como cristiana no solía hacerlo. Avanzó como pudo, en caravana con el resto, con unos dolores atroces en la pierna. Toda una jornada y toda una noche caminó, en dirección al Kurdistán. A ochenta kilómetros de Erbil unos peshmergas la subieron a un camión y la condujeron a su capital. Y allí amaneció, el 7 de agosto, a la puerta de una de las parroquias cristianas, con miles de feligreses como ella tirados por el suelo, sin agua, sin comida, sin ropa. La viuda lo ha recibido todo de Ayuda a la Iglesia Necesitada, la ONG del Papa, y ocupa una caravana en un campo de refugiados. La cadera ha soldado y apenas le ha quedado una leve cojera, por culpa del terrible esfuerzo. Pero hace dos años que no habla. Enmudeció ese 6 de agosto. Su corazón no consigue superar el dolor. Un psicólogo intenta ayudarla.