José Luis Alvite
Lilas en un prado negro
Cada vez que presento un libro me pregunto cómo diablos podré agradecer la presencia de la gente y me entra la duda de si lo justo sería indemnizarles por el esfuerzo realizado. Me volverá a suceder de nuevo esta tarde en la Asociación de la Prensa de Madrid con motivo de la presentación de «Lilas en un prado negro», que es una colección de personajes que tienen en común conmigo su estancia en un viejo manicomio. Me sentiré de nuevo en el deber de disculparme con el público y de agradecerles a cada uno su presencia, aunque no dudo de que habrá quien acuda porque no tenga a mano un sitio mejor en el que guarecerse del frío, igual que hay tipos que reinciden en el crimen porque echan de menos el alimenticio confort de la cárcel. Yo mismo soy reacio a esta clase de ceremonias, no porque desprecie el apoyo de quienes me quieren, sino porque tanto afecto me crea una cierta sensación de deuda, de modo que a cada hombre me creo en el deber de invitarlo a mi casa y a cada señora creo que tendría que regalarle flores y pedirle matrimonio incluso en presencia de su amante esposo. Esta vez intentaré repartir esa deuda con quienes me acompañarán en la mesa: Alejandro Diéguez, mi editor de siempre, casi mi pareja estable; J.M, Amilibia, periodista de verdad, de cuando el reportero llegaba a los sitios antes incluso que la noticia; Santi González, admirado colega, columnista de «El Mundo» y compañero en el equipo de «Herrera en la Onda», un tipo tan cordial que yo creo que sería incapaz de ir a la guerra sin llevarles pasteles a los muertos; y Rocío González, que se empeñó en que este libro viese la luz y fue durante semanas en el teléfono la voz de mi conciencia, la musa disciplinaria y tenaz con cuya sensatez cerré definitivamente a mis espaldas las puertas del manicomio.
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